Eran los años duros de la guerra fría. El bloque soviético era poderosísimo. Se extendía por todo el continente asiático, hasta el Pacífico Norte, y llegaba en su extremo occidental hasta el centro de Europa.
Los Estados Unidos, por su parte, habían hecho una alianza con los países del occidente europeo y otras naciones con intención de tener posiciones estratégicas para un eventual ataque ruso. El mundo se dividía en una guerra en la que, si bien no había una confrontación directa y explícita, amenazaba mortalmente a todo el orbe.
Un periodista español fue enviado a cubrir una noticia a Budapest. Se celebraba la reunión de los máximos responsables de todas las naciones que componían la Unión Soviética; habían invitado a muy pocos periodistas que, además, tendrían acceso restringido a la información.
El reportero llegó a la capital húngara, y dispuso de la primera tarde libre para conocer un poco la ciudad.
Aprovechó para buscar un sitio donde asistir a Misa. Era un propósito audaz nada fácil de cumplir en terreno soviético donde la Iglesia católica estaba altamente controlada. Tuvo suerte y descubrió que en un convento carmelita cercano al hotel se celebraba la Eucaristía a las 5.30 de la mañana.
Era muy pronto..., pero pensó que no podía perder esa oportunidad, porque seguramente no se le presentaría otra.
Cuando llegó de madrugada la iglesia estaba cerrada. Tocó a la puerta, y escuchó una voz de mujer –una carmelita– que anunciaba en griego, a modo de saludo, las palabras que definen el núcleo de la fe cristiana: «Cristo ha resucitado».
A pesar de no saber qué responder consiguió entrar y estar en la Misa con aquellas monjas. Ninguna le perdía de vista. Después de la celebración tuvo la oportunidad de hablar un rato con ellas. Confesaron haber estado toda la Misa muy nerviosas al pensar que el inesperado feligrés era, en realidad, un espía soviético.
Cristo ha resucitado. En medio del ateísmo más salvaje, en medio de un mundo frío, helado por el pecado, vendido a la concupiscencia... unos pocos siguen proclamando la verdad más esencial y decisiva de la historia. Desde hace dos mil años los cristianos vienen repitiéndolo: en todos los lugares, en todas las circunstancias. Y eso es lo que identifica, en definitiva, a los hijos de Dios: la compañía y el amor que nos procura Cristo resucitado.
Fulgencio Espá
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