En un pabellón de servicios donde estaba la biblioteca universitaria, la librería, una sucursal bancaria y algunas oficinas, en el piso superior, en una pequeña salita, se juntaban tres chicas y un chico cada mañana para asistir a la Misa que el capellán celebraba antes de las clases. Ese día de febrero era exactamente igual que otros: solo cuatro entre quince mil estaban allí con Dios; porque –tenlo claro– eso piensan los que van a Misa, que están con Dios, que reciben a Dios.
Sin embargo, fue un día distinto. El sacerdote leyó el evangelio de hoy, y pidió a los muchachos que se sentaran. No había tiempo para muchas palabras: las clases empezaban. Con su breve homilía, el sacerdote logró llenar de sano orgullo el corazón de esos chavales y quizá también ahora el tuyo.
Les dijo: al llegar a clase, no tengáis miedo a decir que venís de Misa. Quizá os miren mal, o quizá no os entiendan. Os preguntarán: ¿por qué vas a Misa a diario?; y tú tendrás que ser capaz de explicarles que, mientras Dios esté con nosotros en la Eucaristía, tú no puedes ayunar. Mientras el novio está con nosotros no podemos ayunar…
¡¡¡Si Dios está encerrado en los Sagrarios, yo no puedo pasar de largo!!! ¡¡¡Si puedo recibirle cada día, no puedo dejar de intentarlo!!!
Piénsalo ahora en silencio: si crees que Él está en tu iglesia, en tu parroquia, en el Sagrario ¿por qué no vas a verle más a menudo?
Fulgencio Espá
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