Tarea difícil. Nínive era conocida como una ciudad sin ningún tipo de moralidad. Era uno de esos lugares donde se podía hacer absolutamente de todo. La gente extorsionaba a los demás, abusaba, mataba… El desorden sexual era inmenso y la ciudad, además, era enorme. Tres días hacían falta para recorrerla, dice la Escritura.
Jonás, el profeta, recibe entonces la misión de ir allí para predicar la conversión. Él se veía pequeño en una ciudad tan grande, honrado en medio de una población corrupta, creyente en una sociedad que odiaba a Dios… un enano predicando entre gigantes. Jonás tiene miedo de ir allá. No puede. No quiere.
Sufre, pero al final toma una decisión. Se encamina al puerto y compra pasaje para ir al lugar más lejano y opuesto a Nínive: la costa occidental del Mediterráneo, la actual Andalucía. Quiere huir de Dios y de su proyecto. En medio del viaje, una violenta tormenta azota al barco.
Los tripulantes sospechan que es ocasionada porque alguno entre ellos no está a buenas con Dios. La nave amenaza con hundirse, si no sucede algo; Jonás reconoce su culpa ante todos… y es arrojado por la borda. La mar se calma, y un cetáceo traga a Jonás que, después de tres días, es dejado en tierra.
Por fin, el profeta entendió que debía ir a Nínive. Predicó la palabra de Dios, les animó a la conversión de sus malas actitudes y sus pecados. Y, sorprendentemente, le escucharon. Aquellos ninivitas se dedicaron a la oración y a la penitencia por la predicación del insignificante profeta, y salvaron la ciudad. Hoy Jesús nos anima a pensar: ¿cómo son tu oración y tu penitencia, que no están inspiradas por la predicación de Jonás, sino por la del mismo Hijo de Dios?
Fulgencio Espá
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