Ocurrió recientemente en una ciudad china. Cuando las autoridades decidieron cerrar la iglesia, el sacerdote no se dio por vencido.
Le dio muchas vueltas. Sabía que era necesario. No podía quedarse de brazos cruzados mientras los católicos quedaban sin la atención adecuada.
Más allá de la posibilidad de ir a una misa escondida o visitarle clandestinamente, era necesario encontrar una solución para que sus fieles pudieran seguir visitando a Jesús Eucaristía.
Después de mucho pensar, tomó una determinación arriesgada. El Santísimo iría de casa en casa, de modo que los bautizados podrían pasar horas con Él: contarle sus cosas, pedir por lo que consideraban oportuno e implorar perdón. Para hacerlo posible adoptó, no obstante, las medidas oportunas.
El lugar donde se pusiera el Santísimo debía ser digno y agradable, adornado con el máximo esmero. El mejor rincón de la casa. Además, debía estar siempre acompañado por algún miembro de la familia o de la comunidad parroquial. Finalmente, fueron severamente advertidos de la necesidad de consumir la Sagrada Hostia si venían las autoridades a hacer un registro. Mejor comulgar precipitadamente que exponer al Señor a un sacrilegio.
De este modo, todos los feligreses pudieron contar con Jesús cerca... y no solo ellos. En una ocasión, el teléfono sonó con insistencia. La anciana que velaba el Santísimo recibía una noticia que le obligaba a salir urgentemente de casa. Sin saber qué hacer, llamó a una vecina que, aunque fuera pagana y desconociera por completo el cristianismo, era muy amiga suya.
Se lo explicó a toda prisa y como pudo: «Me tengo que ir. Será poco tiempo, pero tú debes estar aquí hasta que yo vuelva». Su amiga, como es lógico, no entendía nada. «Mira: eso que ves ahí, blanco, es Jesús». Le explicó como pudo que ese de la custodia es Jesucristo, aquel en quien creen los cristianos, verdaderamente presente en ese trozo de pan. La vecina, aún sin entender nada, se comprometió a esperarla mirando ese trozo blanco que es Jesús...
Pasada una hora, la cristiana, por fin, volvió. Le agradeció a su vecina que hubiera estado sin moverse junto al Santísimo Sacramento. Lo sorprendente fue que no quiso marcharse, sino que se quedó rezando con ella todavía un tiempo largo, porque «nunca he tenido tanta paz en toda mi vida».
«No perdáis la calma», dice Jesús en el evangelio de hoy. Probablemente, cumplir ese consejo tenga mucho que ver con el tiempo que somos capaces de estar delante del Sagrario. ¿Busco en el tabernáculo esa paz que el mundo no puede dar?
Jesucristo nos revela el secreto del sosiego interior: la fe. Afirma que es necesario creer en Dios y creer también en Él. De ese modo, el Señor consolaba a los maltrechos apóstoles, que sufrían en previsión de la próxima pasión. Son casi las últimas palabras del Salvador, antes de enfrentarse a la prueba final de su cruente y dolorosa muerte. Piensa en los suyos. Piensa en ti y en mí.
También nuestra vida está sacudida frecuentemente por la agitación. Las dificultades económicas, la falta de sentido en muchas de las cosas que hacemos, las múltiples decepciones del diario caminar, pueden minar la esperanza. Cuesta esperar, cuesta creer y cuesta perseverar.
Quizá por eso no le bastó al Señor prometer calma a cambio de la fe. Continuó con sus palabras de aliento y nos recordó que la promesa a la fidelidad es el cielo. «En la casa de mi Padre hay muchas estancias», y yo me voy para prepararos sitio. Jesús nos espera en el cielo; Él ha ido primero para que nosotros, con mayor o menor dolor, con más o menos dificultades, vayamos después.
El fundamento de la paz interior es la promesa de Dios. El premio eterno, en el cielo. La gracia de Dios, en la tierra. Es Dios, que nos ayuda continuamente; camina con nosotros todos los días hasta el final del mundo.
EVANGELIO
San Juan 14, 1-12
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: —«No perdáis la calma, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no, os lo había dicho, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y a donde yo voy, ya sabéis el camino». Tomás le dice: —«Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?». Jesús le responde: —«Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto».
Felipe le dice: —«Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Jesús le replica: —«Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre?”. ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre».
Fulgencio Espá, Con Él, Pascua
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