Anciana y cieguecita, llevaba semanas sin salir de su choza. El poblado era pequeño, a cuatro mil metros de altura, escondido en la parte peruana de la cordillera andina. Ella estaba muy cansada y decía que solo aguardaba morir. Recibía con afecto a sus nietos, que pasaban tardes enteras escuchando sus historias y empapándose de sus palabras. No le faltaban las visitas a la abuela María.
Dieguito, de seis años, entró ufano en la estancia de su abuela, para comunicarle que un sacerdote celebraría con ellos la fiesta de la Virgen del Pilar. Hacía más de seis meses que no recibían la llegada de un padrecito. El pueblo se preparó con dedicación, y María advirtió a sus familiares: «cuando llegue el padre, me acompañáis a la puerta para que pueda saludarlo».
«Fueron los mejores años de mi vida», comentaba don Juan muchos años después. Había vuelto a su pueblo, en el interior de Castilla, para estar con los suyos.
«Llegué a un pueblo, a cuatro mil metros de altura, y cuando aún no había entrado –era la Virgen del Pilar– una anciana muy mayor, ciega, salió a mi encuentro, guiada por sus nietos. Delante de mí se echó al suelo, me tomó de las manos y las cubrió de besos al tiempo que decía: “no son sus manos las que beso, sino las de Cristo mismo que trae el perdón de los pecados y el pan de la Eucaristía”».
La Virgen del Pilar es patrona de la hispanidad, porque bajo su amparo muchos entregaron su vida para que los pueblos de América tuvieran una fe tan fuerte como la abuela María. La indiecita, que nunca supo leer y estaba ciega, llevó a los suyos a lo más importante: a las manos de Cristo que entregan la sagrada Eucaristía y el perdón de los pecados.
Fulgencio Espá
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