Vladimiro I de Kiev alcanzó, en el 983, una ampliación imponente de su territorio, merced a la conquista y toma de control de la zona situada entre las actuales Polonia y Lituania. Dos años antes había conseguido conquistar numerosas ciudades de lo que hoy es la Galicia ucraniana. Una vez asegurado su reino, pudo construir numerosas fortalezas y colonias que acrecentaron su poder.
El rey conocía que el cristianismo ganaba nuevos fieles en las tierras del centro y este de Europa. A pesar de ello, ningún consejo consiguió hacerle cambiar de opinión y continuó anclado por un tiempo en la comodidad de su acervado paganismo. De hecho, erigió numerosas estatuas y templos paganos.
Ocurrió entonces lo que cuenta una antigua leyenda. Vladimiro de Kiev andaba en busca de la verdadera religión para su pueblo y le presentaron uno tras otro representantes del Islam provenientes de Bulgaria, representantes del judaísmo, y enviados del Papa procedentes de Alemania. Cada uno le proponía su propia fe como la más justa y mejor de todas. El Príncipe quedó insatisfecho con todas aquellas propuestas.
Todo cambió cuando sus enviados regresaron de Constantinopla. Habían participado en una liturgia solemne en la iglesia de Santa Sofía. Llenos de entusiasmo refirieron al Príncipe lo que habían visto en la Santa Catedral: «Llegamos con los griegos y nos llevaron donde celebran la liturgia en honor de su Dios. No supimos si estábamos en el cielo o en la tierra, experimentamos que ahí Dios habita entre los hombres…». El olor del incienso, la belleza de los cantos y la ceremonia de los movimientos impresionaron hondamente a los embajadores, y así se lo hicieron saber a su jerarca.
Lo que convenció a los enviados del Príncipe ruso sobre la verdad de la fe cristiana –afirmaba el entonces cardenal Ratzinger– no fueron argumentaciones misioneras o apologéticas, sino el misterio como tal. La razón más poderosa que movió el corazón de los ucranianos fue la belleza de la liturgia que hizo brillar con toda su fuerza la potencia de la verdad[1].
¡Cuántas veces nuestra fe flaquea ante las dificultades de la vida! Pedimos pruebas, buscamos convicciones, nos apuntamos a cursillos e incluso leemos nuevos libros.
Sea bienvenido todo ese argumentario, pero sobre todo tratemos de no olvidar nunca que la principal manifestación de Dios está en la divina liturgia. ¿Dudas? Con fe y devoción encontrarás allí seguridad: en el silencio sosegado delante del Sagrario, en la participación devota en la Santa Misa y en la celebración piadosa de los sacramentos.
[1] Cfr., J. Ratzinger, «La Eucaristía como génesis de la misión», en Congreso Eucarístico de Bolonia (22-24-X-1997).
Fulgencio Espá
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