Acabo de leer la noticia: “Un avión da la vuelta para que unos abuelos puedan despedirse de su nieto antes de morir“. La información va acompañada de una fotografía de un aeroplano ya en el aire.
La primera duda que me entra al leer el título es quién va a morir, si los abuelos o el nieto… También me llama la atención la foto que acompaña al texto: el avión ya en pleno vuelo.
Me voy a la letra pequeña: unos abuelos, pasajeros en un vuelo a punto de despegar, reciben un sms de su yerno. Leen con angustia que su nieto está, muy grave, ingresado en Cuidados Intensivos.
El capitán de la aeronave, al ser advertido por un auxiliar de vuelo de esa circunstancia, decide regresar hasta la puerta de embarque.
Los abuelos, gracias a ello (¡gracias, capitán!) pudieron despedirse de su nieto, que desgraciadamente falleció al día siguiente.
Se pudieron despedir
¡Qué importantes, qué valiosos -seguro- esos últimos besos, esas palabras que no se quedaron por decir!
Tan importantes como para que un capitán, en uso de sus merecidos galones y haciendo caso omiso de la autorización a despegar, se volviera por donde había venido.
Pensaba yo en esas palabras, en esos gestos últimos, contrarreloj. En el valor que se les da cuando se sabe que son “ahora o nunca”.
Y me acordaba de alguien a quien conozco que, normalmente cuando se enfada y discute con otra persona y me lo cuenta, me añade: “pero yo le tendría que haber dicho”. Lo afirma tan reiteradamente (y no es que se enoje muchas veces) que, en alguna ocasión, me indica: “en mi epitafio habrá que ponerme ‘Pero yo le tendría que haber dicho’”.
La noticia del avión y esta última frase, cogida al vuelo, quiero que propicie el post.
Pero yo le tendría que haber dicho
Es verdad que, a veces, hay quien puede tener la sensación de que en un “debate dialéctico” no se ha quedado con la última palabra, no ha exprimido el argumento. No ha puesto el punto sobre la i.
Pero no quiero referirme ahora a esto, sino a otros bien distintos “pero yo le tendría que haber dicho”.
Me refiero a los ausentes “bien dichos“. A los “bene dictos”. A esas ¡benditas palabras! que tendrías que haber pronunciado y echas de menos irreversiblemente.
El tiempo pasa de manera inexorable. Y solo podemos aprovechar el presente. Solo disponemos del hoy. No tenemos capitán ajeno que nos lleve de vuelta a la puerta de embarque del pasado. Pero el presente, ese sí, el presente es nuestro.
Sin embargo, cuántas ocasiones (sin pensar si, quizás, será la última –y alguna lo será-) dejamos pasar sin decir.
Sin decir, sin decirles, así, sin pudor, a los nuestros que les queremos. Sí, ya sé que “ya lo saben” pero… ¿se lo dices suficiente? ¿Se lo decimos? O… que les agradeces. O… que les comprendes. O… que les disculpas. O… que les pides perdón.
Creo que no lo hacemos suficiente. Quizás lo dejamos estar, lo dejamos pasar, no siempre lo valoramos en su justa medida… ¿Lo haremos cuando ya no tenga remedio?
Entonces, cabe que imaginemos en el epitafio de alguien -que ya se nos ha ido- un “pero tú me tendrías que haber dicho“.
Que no nos suceda. Que siempre hay epitafios más divertidos. Como aquel que -indebidamente- se atribuye a Groucho Marx (de cuya “caballerosidad” hice mención en mi anterior post). Dicen que en su lápida está escrito: “Disculpen que no me levante“. Pero hasta eso es broma.
Permíteme que acabe con una historieta
Cuentan que, en un país muy lejano, un viejo dictador estaba en sus últimas horas en el lecho del dolor, y desde la calle podía escuchar las voces de quienes -partidarios- se congregaban a darle el último adiós.
Su esposa le explicaba: “Querido, vienen a despedirse“. Y el hombre, casi muerto pero suficientemente “vivo”, masculló: “¿A dónde se van?“.
Vayamos nosotros a lo nuestro: si tienes aún palabras por decir, no te las tragues. Pueden convertirse en lágrimas amargas. ¡Corre y dilas!
Qué digo corre, ¡vuela!
dametresminutos.wordpress.com
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