Cuentan que Oscar Wilde fue invitado a una reunión donde se congregaban literatos y personalidades de renombre movidos por el noble deseo de rendir homenaje a la lengua inglesa. Su exposición debería de ser, aproximadamente, de dos horas ensalzando el idioma de Shakespeare. Oscar Wilde se preparó con profusión una declamación preciosa y científicamente exigente sobre la belleza de la lengua anglosajona.
Comenzó el convenio. Primero habló el presidente de la organización. Luego, un delegado. Después, un secretario. Presentaciones y más presentaciones; una dificultad en el horizonte: el tiempo se consumía en la verborrea de los diversos oradores, sustrayendo a Wilde, segundo a segundo, su oportunidad.
Habían transcurrido, como quien no quiere la cosa, una hora y cincuenta y dos minutos. Fue entonces cuando se introdujo al gran invitado, Oscar Wilde, que disponía de cuatrocientos ochenta segundos para su esforzado discurso.
El ponente miró con estupor al sujeto más próximo de la mesa presidencial: ¿cómo esperáis que hable de la lengua inglesa, su belleza, su historia, en ocho minutos? El flemático inglés interpelado por Wilde le miró con sosiego y respondió, en idéntico tono de voz: sencillamente hablando muy despacio. Trate usted de hablar muy despacio.
¿Cómo serás capaz de hablar con Dios durante el tiempo que suele durar tu oración –ocho, veinte, treinta minutos– sobre un tema tan aparentemente corto como el buen humor?
Sencillamente hablando muy despacio. Sosiega tu imaginación. Serena tu corazón. Pon en paz tu alma… Todo hasta aquí, ni un segundo más de preocupación. Comienza a hablar con tu Dios. Dile, con sencillez, que quieres que la sonrisa que ha iluminado los rostros de los santos sea también la tuya.
Fulgencio Espá
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