La hora de tutoría tiene un programa previsto. Está perfectamente pensada para formar a las muchachas y muchachos de modo integral, procurando que desarrollen una profunda conciencia social y alcancen, paso a paso, la madurez personal. Sin embargo, acaba por ser un cajón de sastre: un torrente de dudas asalta a los adolescentes, que preguntan sin cesar –y a veces sin rubor alguno– lo que se les pasa por la cabeza. Imposible seguir un orden.
En esta clase, Inés no tiene otro deseo que hacer pensar a sus alumnos. En determinados temas es fácil: es lo que les preocupa. En otros, sin embargo, parece una tarea casi imposible: hay asuntos que no les interesan en absoluto. Más o menos ese era el caso de un viernes de mayo, penúltima hora.
El atasco de ideas era tan patente como la inquietud de los alumnos por acabar cuanto antes. La profesora compuso la siguiente historia con el fin de captar su atención:
«Aurelio había empleado todo su año de primero de carrera de la peor de las maneras. Suspendió todas a causa de su irresponsabilidad. Salía sin límite, no obedecía en casa y se mostraba incapaz de atender a su trabajo. Aurelio era, para sus padres, un quebradero de cabeza.
Cuatro años más tarde, mientras cursaba el tercer año de Economía –había repetido primero–, fue a Frankfurt gracias a una beca europea de estudios. Allí vivía con tres compañeros de clase.
¿Qué os parece? Teniendo en cuenta que ya no caía sobre él el peso de la autoridad paterna, parece que su conducta debería haber empeorado, ¿no? Sin embargo, sucedió todo lo contrario: sacó adelante con brillantez sus asignaturas, estudió a fondo inglés y alemán, nunca faltó a Misa e incluso llevó al confesonario a alguno de sus compañeros de piso...».
Inés detuvo aquí la historia y preguntó a los alumnos: «¿Qué ha pasado para que Aurelio ahora se comporte así? ¿Cuándo tenía razón? ¿Cuándo obró con libertad?».
Los alumnos despertaron de su letargo para dar sus opiniones. ¡Aurelio se volvió aburrido!, exclamó uno con dificultad, tumbado como estaba sobre el pupitre. El tal Aurelio se ha cansado de salir, dijo otra, mientras se ajustaba la diadema... Fue Irene, doble repetidora, la que contestó acertadamente sin apenas levantar la mano: Lo que pasa es que el chico ha madurado.
La profesora no admitió más respuestas y aprovechó para explicarles qué es la madurez. Para empezar, les leyó la definición que da la Real Academia: «madurez es buen juicio, prudencia y sensatez». Aurelio estaba por fin en la edad de la persona que ha alcanzado su plenitud vital y aún no ha llegado a la vejez.
Elegir bien en la vida, optar por lo realmente bueno, es plenitud vital. El comportamiento libertino, en cambio, es casi siempre expresión de inmadurez.
En el evangelio de hoy, Cristo contrapone la paz del mundo a la paz de Dios. El cristiano entiende que es infinitamente mejor la paz que viene de lo alto
que las compensaciones sensuales, de fama o de poder que puede dar el mundo. Y, para optar por lo alto, nada mejor que madurar a tiempo. En definitiva, serenidad y madurez van de la mano.
Por eso, un buen criterio para conocer nuestro nivel de madurez como cristianos es considerar qué paz buscamos. Piénsalo despacio: ¿me da sosiego la continua presencia de Dios y el obrar con rectitud, o más bien estoy inquieto pensando qué dirán de mí o cómo quedar por encima? ¿Busco el reconocimiento de Dios o me machaco y me exijo infinitamente, buscando la admiración de los demás?
Fulgencio Espá, Con El, 5 de mayo
No hay comentarios:
Publicar un comentario