George Steiner (París, 1929) es uno de los más brillantes estudiosos de la cultura
europea. Parisino, hijo de judíos austriacos, fue educado en Estados Unidos durante
la segunda guerra mundial por maestros de la talla de Lévi-Strauss o Jacques
Maritain. Profesor de Literatura Comparada en Cambridge y en la Universidad de
Ginebra, está considerado un raro ejemplo de erudición y cosmopolitismo. Eso le ha
permitido difundir sus tesis anticonvencionales y afirmar que las artes, las letras y
toda la cultura occidental se disuelven en la medida en que pierden el sentido de la
trascendencia.
En 2001, el Premio Príncipe de Asturias ha querido destacar su
contribución a las Humanidades.
Steiner es un ilustrado inteligente y exquisito. Su positivismo le impulsa a negar,
con un tic automático, cualquier realidad que escape a la verificación sensible. Su
erudición, por el contrario, le lleva a reconocer que en los mejores artistas de la
historia hay una búsqueda incesante de lo divino y que no parece razonable pensar
que esa presencia de Dios en las cumbres de la creación artística pueda ser auto-
engaño pueril.
Para un positivista ortodoxo, decimos a Dios gracias o Dios mediante en el mismo
sentido metafórico que decimos sale el sol.
Es decir, aunque empleamos a menudo
la palabra Dios, la conservamos como una etiqueta sin contenido, como un fantasma
de la gramática y una rutina coloquial, porque no hay reflexión rigurosa que garantice
su existencia. Pero Steiner constata que, casi todo lo que reconocemos con valor
incalculable en los ámbitos de las artes y las letras, es de inspiración o referencia
religiosa. Un inventario objetivo hace abrumadora esta constatación. El teatro trágico
-por mencionar quizá el más profundo de los géneros estéticos- está obsesionado
con Dios, al menos desde Esquilo hasta Claudel.
Aunque Hume, Marx y Freud tomen lo religioso por fantasía originada en el
infantilismo y la neurosis, no parece que los clásicos opinen lo mismo. Yeats decía
que «ningún hombre puede crear como lo hicieron Shakespeare, Homero o Sófocles,
si no cree con toda su sangre y su coraje que el alma humana es inmortal». Este
planteamiento es inaceptable para el pensamiento ilustrado de las sociedades
occidentales educadas por Voltaire y Comte, porque más allá de lo empírico no
admiten nada. Pero la fuerza de Homero y Shakespeare, la tristeza y el idealismo de
Don Quijote, la luz que entra por la ventana de Vermeer, la alegría de Vivaldi y de
Mozart están hablando de lo mismo en el momento exacto en que las palabras
fracasan y lo sensible calla. Es la tesis de Steiner en su célebre ensayoPresencias
reales.
Años más tarde, al escribir Errata, El examen de una vida, vuelve sobre lo mismo y
nos dice que cualquier nómina de grandes intelectuales y artistas debe incluir a
Sócrates, Platón, Aristóteles, san Agustín, Pascal, Newton y Kant, a Dante, Tolstoi,
Dostoievski, Descartes, Einstein y Wittgenstein, a Bach, Beethoven, Miguel Ángel y
Shakespeare. Una asombrosa coincidencia nos muestra que lo mejor que han producido está inspirado por cierta presencia divina de dimensión no empírica. Se
puede objetar que estas elevadas autoridades pertenecen al pasado, señalando con
su presencia una etapa en la evolución del homo sapiens.
Así, Trotski declaraba que
Aristóteles o Goethe están ahí para ser superados. Pero Steiner no lo ve tan claro:
Comprendo la orgullosa lógica de esta refutación, pero la encuentro
fallida. En las ciencias exactas y aplicadas, el progreso es un hecho
verificable. Que yo o que alguien, en un contexto sociocultural o durante un
lapso de tiempo muy breve, posea capacidades para la reflexión analítica,
para penetrar en la naturaleza del hombre y del ser, más amplias, más hondas que las de Platón, Dante o Pascal me parece extraordinariamente
improbable {...}. Si uno goza de libertad para elegir su propia compañía, la
de los creyentes es de una distinción abrumadora. Descartarla, atribuir a sus
percepciones una fuerza meramente retórica o arcaica, supone dejar fuera
la mayor parte de nuestra civilización.
Sin embargo, «ni la buena compañía de la que uno goza como creyente, ni la
primacía en nuestra herencia común del precedente religioso demuestran nada», y
por esa razón, en gran medida, «el agnosticismo es la Iglesia real de la modernidad».
Además, si Dios puede explicar la mejor música de cámara, ¿cómo explicar con Él la
cámara de gas? Aquí, Steiner sólo ve plausible la respuesta bíblica:
Este odio y este dolor desesperados, esta náusea del alma, producen
un extraño contraeco. No sé cómo expresarlo de otro modo. En el
enloquecedor centro de la desesperación yace el insistente instinto de un
contrato roto (...). Resuena el ruido de fondo de un horror posterior a la
creación [...]. Hay algo que se ha torcido horriblemente.
La realidad debería,
podría haber sido de otro modo. La experiencia humana debería, podría
haber hecho imposible el sadismo, el interminable dolor de nuestras vidas.
Por eso, la rabia impotente, la culpa que domina y supera mi identidad
llevan implícitas la hipótesis de trabajo del pecado original {...]. Sólo un
acontecimiento semejante (...) puede hacernos entender, aunque casi nunca
soportar, las realidades de nuestra historia en esta tierra arrasada. Estamos
condenados a ser crueles, avariciosos, egoístas, mendaces.
Cuando era,
cuando debería haber sido lo contrario. Cuando la verdad y la compasión
hasta el sacrificio de hombres y mujeres excepcionales nos muestran de un
modo tan sencillo cómo podría haber sido.
Ante el naufragio en el dolor, ¿qué queda de las certidumbres positivistas?
Ciertamente, muy poco. Pero «el corazón tiene razones que la razón desconoce», y
esa célebre máxima de Pascal le hace intuir a Steiner que lo que colma nuestro
corazón puede estar «más allá de la razón, más allá del bien y del mal, más allá de la
sexualidad, que, incluso en la cumbre del éxtasis, es un acto tan insignificante y efímero». Es la tesis de Errata, El examen de una vida.
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