domingo, 24 de agosto de 2014

Tragedia en el puente de Segovia

   
Puente de Segovia (Madrid)
Solían salir a pasear juntos al caer la tarde, después de estudiar. Eran, sencillamente, amigos. Pero aquella tarde, por trágica, fue diferente.

   Caminaban por el centro de Madrid, donde se extiende el conocido viaducto, un pequeño puente en cuanto a longitud, pero de una altura destacable. Estaban rodando una película: un carril de la calle Bailén estaba cortado, los equipos de rodaje, las maquilladoras, luces... todo a punto.

   Mordidos por la curiosidad preguntaron: se trataba de un filme que se esperaba estrenar ese mismo verano del año 2000. Tampoco se detuvieron mucho más, los actores siguieron con sus pruebas y nuestros viandantes, su camino.


Cuando volvían todo había dado un cambio inesperado. Coches de ambulancia se golpeaban al pie del puente: arriba la policía acordonaba el lugar. El director, sentado al bordillo, lloraba desconsoladamente; algunos eran atendidos por la unidad psicológica del SAMUR. Las fuerzas de orden público dispersaban a los curiosos.

Al día siguiente, la prensa dio noticia de lo sucedido. El especialista era quien debía realizar esos fotogramas de riesgo: caer viaducto abajo. El sistema de seguridad falló y el actor se precipitó contra el asfalto de la calle Segovia.

La historia, además de dramática, es real.
En la vida moral puede pasar –y de hecho pasa– que muchas personas se lancen al vacío de una vida «alocada» saltándose todas las medidas de seguridad y sin medir para nada las consecuencias.

Para evitar que esto pase, suena dentro de nosotros la voz de la conciencia, pequeña pero poderosa, que nos indica el camino que debemos seguir.

Hoy lo habitual es encontrar la conciencia deformada por la laxitud: todo da igual. La voz interior se apaga cada vez más, y ya nunca dice nada. Si conducimos nuestra vida de pecado en pecado, es fácil que se extingan los síntomas que nos indican que no vamos bien, y poco a poco el mal prenda a sus anchas.

Pasa lo mismo en las enfermedades del cuerpo: si se dejan por no hacerles caso o por no descubrirlas, puede pasar que al final sea demasiado tarde. Tenía metástasis.

Nunca fue una buena medida, en las carencias del alma, mirar para otro lado. Lo valiente es pararse, mirar, hacer examen... y buscar una solución.

Jesús, en el evangelio, nos advierte duramente contra los fariseos. Una conciencia farisaica es la que se preocupa por aparentar bondad ante los demás, mientras en su interior hay pecados de orgullo y soberbia. Es hipócrita, quiere que todos piensen que es buena y eso es lo único que le importa.

Una conciencia así hace sufrir mucho. Un ojo está puesto en hacer las cosas lo mejor posible, y el otro, en la impresión que esto puede causar en los demás. Es tan importante la opinión del prójimo como la misma cosa obrada. Es un agobio increíble: porque además se suele envidiar muchísimo a los demás.

Quien vive así conoce de cerca el miedo, porque su mundo es muy pequeño. Quiere que todo sea perfecto, incluso moralmente perfecto, y planifica su vida al milímetro: nazco en mi barrio, estudio en mi colegio, me caso y vivo en el barrio a lado de mi madre, tengo hijos, sonrío mucho, juzgo la vida de todos los demás y trato de que todos se den cuenta de lo perfecta que es mi vida y mi familia.

La conciencia farisaica no es precisamente la de los que están lejos de Dios, sino la de los que quieren ser religiosos, pero como cosa social; quieren contar con el Altísimo pero ser ellos los primeros. Se busca la estima de los demás permanentemente.

¡Rompe el círculo de una conciencia tan pobre! Jesús les reprocha, sobre todo, que no hacen lo que dicen, porque es muy típico el ser capaz de grandes discursos con una vida minúscula.
Es tarea del Espíritu Santo agrandar nuestros deseos y nuestras conciencias. Pídeselo ahora que hay silencio y que tu alma reza.

San Mateo 23, 1-12

En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos diciendo: —«En la cátedra de Moisés se han sentado los letrados y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame “maestro”. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo.
No os dejéis llamar jefes, porque uno solo es vuestro Señor, Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.

Fulgencio Espá, Con Él, Agosto 2014

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