miércoles, 25 de marzo de 2015

Un niño de primaria explica lo que más le costó a Jesús


 Todos los chicos de todas las clases de quinto de primaria estaban en la capilla esperando para escuchar la charla del sacerdote. Habían entrado en relativo silencio aun cuando se movían sin parar en los bancos esperando que comenzara la charla. 

   Era 25 de marzo, fiesta de la Encarnación, en que celebramos la maravilla del Dios que se hace hombre en las entrañas de María, justo nueve meses antes de la fiesta del nacimiento de Cristo.

   El sacerdote rezó un Ave María y formuló una cuestión a los impacientes niños. ¿Qué es lo que más le costó a Dios hacer por nosotros? Los niños se agitaron en sus sitios y muchos levantaron la mano. Ser crucificado, dijo uno. La flagelación, exclamó otro. Eran buenas respuestas, pero ninguna de ellas era la que buscaba el sacerdote: aún hay algo que le costó más.


   Dejar a su madre cuando fue a predicar con treinta años; ver morir a san José… Se sucedían respuestas preciosas que revelan la sensibilidad infantil para comprender lo mucho que Dios hizo por nosotros. No obstante, no acababa de llegar la ansiada contestación hasta que uno dijo exactamente lo que el predicador esperaba:

   Lo que más le costó a Jesús fue venir aquí, a la tierra, y dejar de estar en el cielo, ¡con lo a gusto que estaba con su Padre!

   Y Dios se hizo hombre, vino aquí, a nuestra tierra, donde estamos tú y yo, que luchamos diariamente por sonreír, por agradar, por trabajar bien, por servir a los demás, por ser muy felices. Él, que es el Dios inmenso que los cielos no pueden contener, quiso encerrarse en el vientre de María. 
 
 Él, perfecto Dios, a quien no le faltaba nada, quiso necesitar de todo: indigente del alimento que recibía en el seno de su madre; indigente de la leche de su pecho; indigente que pasa frío y hambre y penurias. Además, no solo padeció Jesús en el cuerpo, sino que sufrió también la incomprensión de muchos, el abandono de sus amigos, la soledad más absoluta. Su alma conoció el amargo sinsabor de la tristeza.

   Ese es Dios. Conoce perfectamente lo que te pasa, sabe cuáles son las causas de tu tristeza, las cosas que te generan alegría y las circunstancias que te hacen sufrir. Él mismo pasó por ellas: la decepción por un amigo que no responde, el dolor fruto de una enfermedad, el proyecto que te ilusiona o la tristeza que te tiene con la cabeza gacha.

   Cuando rezamos, a veces imaginamos a Dios muy lejos, entre Júpiter y Saturno, y perdemos de vista que está también a nuestro lado, en el Sagrario, en nuestro corazón en gracia. Por eso, en la oración se trata, sencillamente, de hablar con Él, como un amigo habla con un amigo. Se trata de figurarse que está aquí (¡porque lo está!), de mirarle y reconocerle en el Sagrario, y de contarle con naturalidad tus cosas.

No te canses nunca de considerarlo: Dios se hizo hombre para que tengas la seguridad de que todo lo tuyo le preocupa. Se hizo pobre y de algún modo –porque Dios lo conoce ya todo de antemano– aprendió lo que son los sufrimientos e ilusiones humanas. Aquel niño de quinto de primaria lo entendió perfectamente.

Fulgencio Espá

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