El hecho que voy a relatar ocurrió en un centro de enseñanza media. Pudo ocurrir en una clase de Biología cualquiera de algún Instituto de nuestra ciudad.
El profesor afirma en un momento dado de la explicación que la vida de todo organismo -incluido el ser humano- no es más que un proceso de oxidación, es decir, que en última instancia, la vida no es otra cosa que un lento fenómeno de combustión.
A los pocos segundos, un alumno, de forma apasionada y casi insolente, lanza al auditorio la siguiente pregunta: "entonces... ¿qué sentido tiene la vida?"
Imagino fácilmente la muda reacción, mezcla de estupor e indignación, por parte del profesor. En la sociedad relativista donde vivimos ésta es una pregunta de mal gusto, casi una pregunta prohibida; curiosamente la sociedad permisiva tiene también sus prohibiciones. Sin embargo, quizá por ese mismo encanto de lo prohibido, la cuestión parece interesante.
Esta breve anécdota nos sitúa ante un problema inquietante: las ciencias experimentales escamotean la cuestión más candente de la existencia humana, la cuestión del sentido. Aquel alumno de enseñanza media -guiado por un olfato filosófico tan agudo como precoz- había puesto el dedo en la llaga y probablemente se sentiría muy reconfortado leyendo a Husserl cuando afirmaba que las ciencias de la naturaleza no nos dicen mucho acerca de la realidad en que vivimos, "la creencia de que tal es su función -afirmaba el conocido fenomenólogo- de que todavía no han avanzado lo suficiente para cumplirla, pero que en principio podrían hacerlo, se ha revelado a los espíritus penetrantes como una superstición".
serpersona.info
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