Corrían los años ochenta cuando causaba furor en España un programa televisivo que basaba su éxito en un recurso sencillo pero eficaz. Los concursantes debían elegir, después de algunas pruebas, entre dos sobres de colores diferentes.
En uno de ellos había un cheque con un montón de dinero; en el otro, a lo mejor, un simple ladrillo… o un chicle. Normalmente esa elección llevaba varios minutos, porque se interponían otras opiniones, pistas y cosas semejantes. Todo adquiría más emoción gracias a los llamados sufridores en casa.
Una pareja seguía el programa desde su hogar. Ellos conocían perfectamente el contenido de los sobres, pero no podían opinar. Y, claro, se comían las uñas viendo las zozobras de los concursantes, que tan pronto decían que querían el sobre rojo como el azul.
A todo esto, el público disfrutaba de lo lindo viendo dudar a los concursantes y padecer a los sufridores en casa durante el tiempo –a veces muy largo– de la elección. Era tan apasionante… como absurdo. Pensémoslo bien, ¿cómo se puede comprometer la libertad sin saber nada de lo que se decide? ¡Era una elección irracional!
La libertad solo puede ejercitarse razonablemente cuando se conoce el contenido del acto que se va a realizar. Los antiguos decían que nada es querido si no es previamente conocido: Nihil volitum nisi praecognitum. Tener conocimiento del objeto del acto es la condición básica para hacer una buena elección.
El origen de nuestras malas obras no está solo en la debilidad humana, sino que también reside en nuestra falta de conocimiento. Cuando ofendemos a Dios dejándonos llevar por lo cómodo o por lo fácil, damos prueba cumplida de que no entendemos del todo lo bueno que es estar junto Él.
Por defender la verdad merece la pena morir. Ahora bien, ese empeño por vivir de acuerdo con la verdad será real en la medida en que nos interesemos por conocerla. Recordemos ahora el antiguo consejo: nada es querido si no es antes conocido. ¿Y tú cómo manifiestas tu interés por conocer los preceptos de Dios?
Fulgencio Espá
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