Sófocles cuenta en una de sus tragedias la historia de Polinices, un joven que muere en la rebelión contra Creonte, el tirano de Tebas. Creonte ordena, para dar público escarmiento, que el cadáver de Polinices sea abandonado en el campo para que lo devoren las alimañas. Y si alguno se atreve a darle sepultura, morirá.
Pero Antígona, hermana de Polinices, desafía la orden del tirano y entierra el cuerpo de su hermano. La denuncian ante Creonte, que acusa a la muchacha de despreciar la ley. Ella responde con valentía: "No creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para que un hombre pueda saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses; de esas leyes cuya vigencia no es de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo aparecieron".
Aquel diálogo continúa, chispeante, y es un buen reflejo de cómo la sociedad griega de hace veinticinco siglos reconocía la existencia de unas leyes naturales inmutables. Porque si el fundamento de la moral fuese la voluntad de los pueblos, las decisiones de sus jefes, o las sentencias de sus jueces, entonces, todo lo que se aprobara legalmente se convertiría en bueno, aunque fuese mentir, robar o matar.
La ley moral debe surgir de algo impreso en la naturaleza humana, que llamamos ley natural. Una ley que obliga a todos los hombres, y que no siempre coincide con los gustos del momento de cada gobernante, de cada sociedad, de cada persona.
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