Leemos en el Génesis [1] cómo los hombres se habían empeñado en un colosal proyecto que debería ser, a la vez, un símbolo y el centro de unidad del género humano, mediante la construcción de la gran ciudad de Babel y de una formidable torre. Pero aquella obra no se llevó a término, y los hombres se encontraron más dispersos que antes, divididos entre sí, confundido su lenguaje, incapaces de ponerse de acuerdo...
"¿Por qué falló aquel ambicioso proyecto? ¿Por qué se cansaron en vano los constructores? Porque los hombres habían puesto como señal y garantía de la deseada unidad solamente una obra de sus manos, olvidando la acción del Señor" [2].
El Papa Juan Pablo II, al comentar este texto de la Sagrada Escritura, relaciona el pecado de estos hombres, "que quieren ser fuertes y poderosos sin Dios, o incluso contra Dios", con el de nuestros primeros padres, que tuvieron la pretensión engañosa de ser como Él [3]; es la soberbia, que está en la raíz de todo pecado y que tiene manifestaciones tan diversas.
En la narración de Babel, la exclusión de Dios no aparece como enfrentamiento con Dios, "sino como olvido e indiferencia ante Él; como si Dios no mereciese ningún interés por el ámbito del proyecto operativo y asociativo. Pero en ambos casos la relación con Dios es rota con violencia" [4].
Nosotros debemos recordar con frecuencia que Dios ha de ser en todo momento la referencia constante de nuestros deseos y proyectos, y que la tendencia a dejarse llevar por la soberbia perdura en el corazón de todo hombre, de toda mujer, hasta el momento mismo de su muerte.
Esa soberbia nos incita a "ser como Dios", aunque sea en el pequeño ámbito de nuestros intereses, o a prescindir de Él, como si no fuera nuestro Creador y Salvador, del que dependemos en el ser y en el existir. Lo mismo que en la narración de los hechos de Babel, una de las primeras consecuencias de la soberbia es la desunión: en la misma familia, entre hermanos, amigos, colegas, vecinos...
El soberbio tiende a apoyarse exclusivamente -como los constructores de Babel- en sus propias fuerzas, y es incapaz de levantar su mirada por encima de sus cualidades y éxitos; por eso se queda siempre a ras de tierra. De hecho, el soberbio excluye a Dios de su vida, "como si no mereciese ningún interés": no le pide ayuda, no le da gracias; tampoco experimenta la necesidad de pedir apoyo y consejo en la dirección espiritual, a través de la cual llega en tantas ocasiones la fuerza y la luz de Dios.
Se encuentra solo y débil, aunque él se crea fuerte y capaz de grandes obras; también por eso es imprudente y no evita las ocasiones en las que pone en peligro la salud del alma. Dios -enseña el Apóstol Santiago- da su gracia a los humildes y resiste a los soberbios [5]. Muchas veces se ha dicho que la soberbia es el mayor enemigo de la santidad, por ser origen de gran número de pecados y porque priva de innumerables gracias y méritos delante del Señor [6]; es, a la vez, el gran enemigo de la amistad, de la alegría, de la verdadera fortaleza...
No queramos prescindir del Señor en nuestros proyectos. "Él es el fundamento y nosotros el edificio; Él es el tallo de la cepa y nosotros las ramas (...). Él es la vida y nosotros vivimos por Él (...); es la luz y disipa nuestra oscuridad" [7]. Nuestra vida no tiene sentido sin Cristo; no debe tener otro fundamento. Todo quedaría desunido y roto si no acudiéramos a Él en nuestras obras.
(1) Primera lectura, . Año I. Gn 11, 1 - 9.
(2) SAN JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, 2 - XII -1984, 13.
(3) Cfr. Gn 3, 5.
(4) SAN JUAN PABLO II, o. c., 14.
(5) St 4, 6.
(6) Cfr. R. GARRIGOU - LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. I, pp. 445 - 446.
(7) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilía sobre la 1ª Epístola a los Corintios,
Francisco Fernández Carvajal, Hablar con Dios
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