Varios
amigos le convencieron para que se dejara grabar una entrevista, pero
el rápido desenlace de la enfermedad truncó el proyecto completo. Y es
que los amigos de Álvaro, que falleció en abril a causa de un sarcoma de
Ewing, admiraban su entereza y alegría
Álvaro Marín Porgueres
nació en Valladolid el 29 de junio de 1974. Era el quinto de seis
hermanos. Cuando tenía 12 años le diagnosticaron un sarcoma de Ewing,
contra el que luchó hasta el final de su vida. Sus padres le educaron
cristianamente y en 1994 pidió la admisión como supernumerario del Opus
Dei. En 2001 se casó con María.
Su padre falleció en julio de 2011, a consecuencia de un cáncer. Su
ejemplo fue de gran ayuda para Álvaro, que falleció el 2 de abril de
2012, bajo la mirada de una imagen de la Virgen Macarena, de la que
había sido muy devoto.
Al poco tiempo, su hermano Javier, sacerdote, escribió este artículo:
La
primera idea es que, echando la vista atrás, hemos experimentado la
verdad de que cuando las almas se dejan manejar por Dios, Él las va
preparando y, en el mejor momento, cuando están mejor preparadas, las
llama a su encuentro definitivo. Álvaro, era comentario común entre
todos los hermanos, se ha ido metiendo más en Dios en estos últimos
meses. Desde diciembre empezó a tener muchos más problemas, ingresos en
Pamplona, de urgencia en Valladolid, tratamientos…
Por la vía de los
hechos veía y asumía que, no sólo no se recuperaba tan bien como antes,
sino que estaba cada día peor. Iba perdiendo movilidad, capacidad para
andar… en las últimas semanas tuvo tres pérdidas de conocimiento; la
tercera ya estando por última vez ingresado en la Clínica. La metástasis
se le había ido a la cabeza, le tocaba también un nervio y eso le
producía muchos dolores, en concreto en el brazo derecho que, aunque
podía moverlo, no podía utilizarlo: había perdido toda la fuerza en ese
brazo y eran muchos los dolores que tenía cuando se le tocaba.
El martes 27 de marzo el médico anunció a mi madre y a mi hermana que no se podía hacer nada más. Puchi entró en la habitación. Álvaro le preguntó enseguida: ¿qué más ha dicho el médico? Y fue ella la que tuve que decirle que no se podía hacer más. Entonces, ¿no queda más que esperar? Fue su única respuesta. Y así, con esa tranquilidad.... Estaba con mi madre, con mi hermana Puchi y con Toché. Por la tarde fuimos llegando el resto de los hermanos y su mujer; no sin cierto riesgo como puede contar Conchita,
puesto que nuestro afán era poder ver a Álvaro, despedirnos de él: su
situación el martes por la tarde había empeorado mucho y temíamos que no
llegáramos a verle. Gracias a Dios, y a la oración de tanta gente,
llegamos todos bien. Álvaro quiso esperarnos para recibir la Unción de
enfermos con todos nosotros. Quería trasmitirnos tranquilidad,
felicidad, serenidad: quiso que se encendieran todas las luces de la
habitación, aunque le molestaban un poco; no quería causar pena, estaba
contento de poder recibir la gracia de Dios que le preparaba para su
encuentro definitivo.
Después
pasó dos días muy malos: dolores, no podía dormir… El jueves a mediodía
su médico le indicó que le iba a dar una medicación para que durmiera:
necesitaba descansar y al día siguiente iba a estar mucho mejor. Yo
estoy convencido que Álvaro sabía perfectamente que ya no se iba a
despertar. Esa misma mañana había estado hablando con su anestesista
sobre la posibilidad de dormirle: de alguna manera, con esa delicadeza
de conciencia, quería saber si podía pedir eso, o si quizá también era
como tirar un poco la toalla. Como es evidente, el médico le trasmitió
que en su situación era algo no sólo lícito sino necesario porque los
dolores eran muy fuertes y cada vez iban a más. Con todo esto, cuando su
médico le anunció que le iba a dormir, Álvaro le agarró la mano, le
tiró hacia abajo con fuerza para que se agachara y con la poca voz que
tenía le dijo, sonriendo: muchas gracias. Así, con un simple muchas gracias
se despidió de él y de todos nosotros. Y con esa sonrisa, bajo la
imagen de Nuestra Señora la Esperanza Macarena, a la que tanta devoción
tenía, se durmió serenamente.
Aunque
verle con esa sonrisa y esa serenidad nos había dejado a todos muy
tranquilos, los días posteriores fueron un poco agobiantes. Es una
mezcla de sentimiento difícil de explicar y de vivir. Por un lado estás
contento de verle que descansa después de unos días en los que sufrió
mucho; por otro lado estás esperando que se muera y eso, evidentemente,
cuesta aceptarlo; a la vez, como van pasando las horas tienes momentos
en los que te ríes, hablas con mucha gente, con la contradicción interna
de tener a tu hermano en la cama del hospital, muriéndose. El lunes, 2
de abril, aniversario del fallecimiento de Juan Pablo II, se durmió definitivamente en el Señor, con su crucifijo en la mano y la estampa con reliquia de Juan Pablo II y don Álvaro que le habíamos puesto en la almohada.
Mi
madre, su mujer y los demás hermanos estábamos todos en la habitación
en ese momento. Es difícil explicar la serenidad que nos trasmitió su
marcha al Cielo. Sí, estábamos con pena, lloramos, lloramos mucho, pero
qué alegría; ahora sí podíamos decir con unas palabras que mi madre
repetía mucho, ¡misión cumplida Álvaro! ¡¡Y qué bien la has cumplido!!
Volvimos a darle todos un beso; lo acabábamos de hacer poco antes
cuando veíamos que el momento era inminente; a todos nos salió decirle
por lo bajo, como podíamos: ¡gracias!
Con
mucha naturalidad fuimos recogiendo las cosas que tenía encima: el
crucifijo, las estampas, un escapulario, una foto mía con él que había
puesto en la cabecera de la cama… todo lo guardábamos como una auténtica
reliquia. Toché y yo ayudamos a las enfermeras a limpiarle y
amortajarle. Pocos días antes nos había dicho que quería que fuéramos
nosotros quienes lo hiciéramos: pienso que tenía en la cabeza que sus
dos hermanos sacerdotes hicieran de nuevo de mediadores y prepararan por
última vez su cuerpo para el encuentro con Dios. El martes anterior ya
Toché le ayudó a preparar su alma cuando Álvaro le pidió que le
confesara; cosa que no sé cómo pudo hacerlo porque a mí me hubiera
resultado muy difícil.
A
medio día pudimos celebrar Toché y yo una Misa por Álvaro en el
velatorio de la Clínica. Con su cuerpo presente, la familia y algunos
amigos, médicos y enfermeras que pudieron acompañarnos en ese momento,
celebramos, llorando pero alegres, la Misa. Y le volvimos a dar un beso
en el rito de la paz, con gran satisfacción, orgullo, o llámalo como
quieras.
Durante
esos días, y después en Valladolid, hubo mucha gente que nos contaba lo
mucho que Álvaro les había ayudado. Con una conversación, con su
alegría, con su deseo de ayudar y darse a los demás, con sus ganas de
vivir cada día, disfrutar y aprovechar cada minuto que Dios le concedía,
estuviera sano o enfermo, con su gran corazón que le llevaba a querer
mucho y dejarse querer, disfrutando de ese cariño.
En
este sentido, el martes por la mañana, cuando su médico le dijo que ya
no se podía hacer más, quiso que le grabaran los de la televisión de la
Clínica. Les había conocido unas semanas antes porque querían hacerle
una entrevista, viendo que podía ser un testimonio que ayudara a otros
muchos enfermos. El caso es que se quedó a solas con el cámara y comenzó
a despedirse de cada uno de nosotros. Nos dice en unos pocos minutos,
con una voz difícil pero con mucha serenidad, sin llorar, sin estar
nervioso, derrochando paz, que estemos muy tranquilos, que esto es algo
por lo que todos tenemos que pasar, que él está muy contento, que
conforme más datos tiene de su situación más tranquilidad le da, que no
lloremos —aunque siempre que vemos el vídeo ya estamos todos llorando—
que va a ver a mi padre y que podrá, una vez más, agradecerle todo lo
que ha hecho por él. Nos pide también que cuidemos de su mujer. A ella
también le grabó unos minutos de vídeo.
En
la Clínica, en Valladolid, en el tanatorio y el funeral, hemos visto
muchas personas, gente sencilla, amigos de Álvaro: profesionales con los
que había trabajado, clientes de la óptica, vecinos de la óptica, el
frutero de al lado, unas señoras muy mayores que le conocían de ir a la
tienda de al lado, su ortopeda… y así tantos que se han quedado
impactados y agradecidos por haber podido compartir, aunque sea unos
minutos con Álvaro.
Estos
días como comprenderás tenemos en la cabeza todas estas experiencias, y
los sentimientos son comunes. La vida de Álvaro ha sido tan fructífera,
tal como hemos experimentado en estos días, porque ha sabido aceptar
siempre la voluntad de Dios; no con resignación, sino con
agradecimiento. Esa voluntad de Dios, a veces tan misteriosa, ha forjado
una gran personalidad desde los 12 años que comenzó la enfermedad; una
personalidad capaz de sacrificio, de entrega, de renuncia…. Capaz de
valorar lo que realmente es importante en la vida: dar gracias a Dios
por la vida que podemos vivir, estemos sanos o enfermos, dar gracias a
Dios por las personas que nos quieren y nos cuidan, y aprender de Él a
querer, a amar y servir a todas las personas.
La
enfermedad de Álvaro, 25 años que se dicen pronto, han valido la pena.
Con él, hemos experimentado todos sus hermanos cuánto nos quieren
nuestros padres: qué capacidad de sacrificio, de entrega, de amar. La
enfermedad de Álvaro nos ha llevado a estar, si cabe, más unidos que
nunca, unido en Álvaro que ha sido siempre el centro de nuestros
desvelos, oraciones, tiempo y dedicación. ¿Vale la pena? Claro que sí;
qué más da el tiempo que no hemos podido dedicar a tantas actividades
buenas, a cultivar nuestras aficiones, a hacer nuestros planes; en mi
casa nunca se ha oído hablar de lo que queremos, nos gusta, nos apetece;
en mi casa siempre se ha hablado de: “Álvaro, ¿qué necesitas?”. Y eso es lo que ha hecho, con la gracia de Dios, que cada uno de los hermanos estemos donde estamos, y como estamos.
Es
evidente que después de tanto esfuerzo y dedicación termináramos todos
muy cansados. Es evidente que por la fuerza ahora estamos más
descansados; ya no tenemos que invertir tanto tiempo en Álvaro; pero
para mí y para todos mis hermanos y mi madre, eso no es un privilegio
porque nosotros, si pudiéramos, seguiríamos dándonos a Álvaro otros 25
años más.
Yo
ahora cuento con Álvaro para que nos ayude a todos a seguir su mismo
camino. Un camino de entrega sacrificada, que es la única entrega
cierta, a la voluntad de Dios. Que aprendamos todos que la renuncia a
nuestros planes, gustos, aficiones, por Dios y los demás no es algo
amargo. Se sufre, se llora, se padece, pero es lo que nos consigue la
verdadera paz, serenidad, alegría y satisfacción. Todo lo demás es
pasajero. Álvaro con su muerte perdió todas las cosas materiales y
ambiciones humanas que pudiera tener. Pero se llevó, y eso es lo
importante, un gran corazón que supo amar, sufrir, darse; un corazón a
la medida del corazón de Jesús, que le permitió ir a su encuentro con
alegría. Yo, como he repetido a algunos amigos estos días, yo quisiera
morir como mi hermano, porque esa es la muerte que da vida, que está
llena de fe, esperanza y caridad.
Además
de renovar el propósito de buscar siempre y en todo la entrega a la
voluntad de Dios, Álvaro nos ayuda a reafirmarnos en el convencimiento
del tesoro incalculable que supone cuidar a un enfermo. En las últimas
semanas habíamos leído mucho una oración de Beata Teresa de Calcuta, con
la que termino esta carta, y que son como el resumen de la vida de
Álvaro, y de lo que mis padres y los hermanos hemos aprendido en todo
este tiempo y procurado vivir:
¡Oh
Jesús que sufres! Haz que hoy, y cada día, sepa yo verte en la persona
tus enfermos, y que ofreciéndole mis cuidados, te sirva a Ti. Que sepa
reconocerte y decir: Jesús que sufres, cuan dulce es servirte. Dame
Señor esta visión de fe y mi trabajo jamás será monótono. Querido
enfermo, me resultas aún más querido porque representas a Cristo. Qué
privilegio se me concede al poder ocuparme de Ti! Oh Dios! Puesto que Tú
eres Jesús que sufre, dígnate ser para mí también un Jesús paciente,
indulgente hacia mis faltas, que no mira más que mis intenciones que son
de amarte y de servirte en las personas de cada uno de tus hijos que
sufren. Señor, auméntame la fe. Bendice mis esfuerzos y mi trabajo,
ahora y siempre.
Mi pensamiento y oración de estos días: ¡misión cumplida Álvaro! ¡y qué bien cumplida! Gracias.
Javier Marín
Almudí
Almudí
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