Es solo un cuento. Durísimo, terrible, pero solo una narración inventada, aunque no del todo. Es el judío Wielsel quien lo escribe.
Algo ha merecido el castigo de los presos, que han sido citados en la plaza del lager para presenciar el ahorcamiento de tres prisioneros. En Auschwitz todo está perfectamente reglado: una transgresión merece un correctivo desproporcionado y ejemplar. Dos adultos y un niño de ojos tristes esperan la cruel condena. Nada hicieron, pero eso da lo mismo.
«Los tres condenados subieron a sus sillas. Los tres cuellos fueron introducidos al mismo tiempo en las sogas corredizas.
—¡Viva la libertad! –gritaron los adultos. Pero el pequeño callaba.
—¿Dónde está el buen Dios, donde está? –preguntó alguien detrás de mí.
A una señal del jefe de campo, las tres sillas cayeron. Silencio absoluto en todo el campo. En el horizonte, el sol se ponía.
Los dos adultos ya no vivían. Su lengua colgaba hinchada, azulada. Pero la tercera soga no estaba inmóvil: el niño, muy liviano, vivía aún...
Detrás de mí oí la misma pregunta del hombre.
—¿Dónde está Dios entonces?
Y en mí sentí una voz que respondía:
—¿Dónde está? Ahí está, está colgado ahí, de esa horca...»(1).
Pide al Señor con humildad comprender siquiera un poco lo que un autor judío, escritor de un cuento, ha acertado en señalar: que Dios no es ajeno al mundo y a su dolor. Dios mismo padece en cada adulto o en cada niño que sufre injustamente.
Por eso, en vez de reprochar a Dios por el mal presente... ¿has probado alguna vez el gusto de consolarle?
(1) E. Wiesel, La noche. El alba. El día (Barcelona 1986), 69-70.
Fulgencio Espá, Con El, domingo 9 de junio
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