García Morente |
Manuel García Morente era muy conocido en el ambiente cultural español: catedrático de Ética en la universidad de Madrid y una figura prestigiosa en el mundo de la filosofía. Públicamente se presentaba como ateo. Siendo adolescente, tras la muerte de su madre, había dejado de ir a la iglesia. Cuando estalló la guerra civil en España era decano de la Facultad de Filosofía y Letras.
Apenas mes y medio después de haber comenzado el conflicto, se produjo un vuelco en su vida. El 28 de agosto de 1936 recibe una llamada telefónica: su yerno ha muerto. Su delito había consistido en ser miembro de la Adoración Nocturna. Siguieron días de miedo, con registros y detenidos entre los vecinos. «En mi situación –escribe–, el 26 de septiembre, al mes escaso del asesinato de mi yerno, recibí por la mañana temprano el aviso confidencialísimo de que urgía me ausentara de casa y, si fuera posible, de España, pues se había acordado, por ciertos elementos descontentos de mi gestión en el decanato de la Facultad de Filosofía y Letras, darme muerte, como era usual entonces».
No le quedó otra opción que huir a París. Sin embargo, tenía un fuerte sentimiento de culpa que le recomía por dentro. Viudo como era, había dejado en España lo que más amaba: sus hijas. «Así, en París –recuerda– el insomnio fue el estado casi normal de mis noches tristísimas». En aquellas largas horas «a veces repasaba en la memoria todo el curso de mi vida: veía lo infundada que era la especie de satisfacción modorrosa que sobre mí mismo había estado viviendo; percibía dolorosamente la incurable quietud e inestabilidad espiritual en que de día en día había ido creciendo mi desasosiego».
Poco a poco, García Morente logra habituarse a su nueva vida en Francia, aunque sigue habiendo un motivo de angustia: su familia. Habla con unos y con otros, hace lo imposible para conseguir sacar a sus hijas y nietos del país en guerra... y nada. Finalmente, cuando parece que no hay solución, de improvisto surge una oportunidad y consigue que se muden de Madrid a Barcelona. Lo mismo sucede con el trabajo: inesperadamente le llueven ciertas ocasiones que le permiten ganarse la vida. Es entonces cuando se pregunta:
«¿Quién es ese algo distinto de mí que hace mi vida en mí y me la regala? Claro está que enseguida se me apareció en la mente la idea de Dios. Pero también enseguida debió de asomar en mis labios la sonrisa irónica de la soberbia intelectual. «Vamos –pensé–, Dios, si lo hay, no se cura de otra cosa que de ser. Dejémonos de puerilidades». Y, en efecto, realicé el acto interior de rechazar esas que yo llamaba puerilidades. Pero he aquí que las puerilidades insistían en quedarse y se negaban a ser rechazadas».
No quería creer, más aún, tenía «razones» para no hacerlo (con una vida de estudio y filosofías, él mismo era el traductor de Kant al castellano...). No obstante y al mismo tiempo, era necesario admitir que alguien tomaba cuidado de él puesto que las cosas nunca salían por el camino que trazaba, sino por otro más eficiente, mejor e inesperado. Algo ocurría. Era honrado intelectualmente: de la misma manera que se negaba a aceptar a Dios, reconocía los hechos, los cuales hablaban de una mano cariñosa –la providencia de Dios– que guiaba el destino de los hombres y su destino personal.
Y sucedió lo que él vino a llamar el hecho extraordinario. Se hallaba en un callejón sin salida: ¿eran puerilidades o había Alguien más? Puso la radio. Música. Primero, César Frank; después, Ravel. Siguió L’enfance de Jésus de Berlioz, bien cantada por un magnífico tenor:
«Algo exquisito –recuerda–, suavísimo, de una delicadeza y ternura tales que nadie puede escucharlo con los ojos secos. (...) Cuando terminó, cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y por mi mente empezaron a desfilar –sin que yo pudiera ofrecerles resistencia– imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Le vi, en la imaginación, caminando de la mano de la Santísima Virgen o sentado en un banquillo y mirando con grandes ojos atónitos a san José y a María. Seguí representándome otros episodios de la vida del Señor: el perdón que concede a la mujer adúltera, la Magdalena lavando y secando los pies del Salvador, Jesús atado a la columna, el Cirineo ayudando al Señor a llevar la Cruz, las santas mujeres al pie de la Cruz (...).
Y los brazos de Cristo crecían, crecían, y parecían abrazar a toda aquella humanidad doliente y cubrirla con la inmensidad de su amor, y la Cruz subía, subía hasta el cielo y llenaba el ámbito de todo y tras ella subían muchos, muchos hombres y mujeres y niños; subían todos, ninguno se quedaba atrás; solo yo, clavado en el suelo, veía desaparecer en lo alto a Cristo, rodeado por el enjambre inacabable de los que subían con Él; solo yo me veía a mí mismo, en aquel paisaje ya desierto, arrodillado y con los ojos puestos en lo alto y viendo desvanecerse los últimos resplandores de aquella gloria infinita, que se alejaba de mí». Aquello, escribía tiempo después, «tuvo un efecto fulminante en mi alma». Algo había pasado y, por fin, lograba verlo. Su relato continúa:
«¿Y qué me había sucedido? Pues que la distancia entre mi pobre humanidad y ese Dios teórico de la filosofía me había resultado infranqueable. Demasiado lejos, demasiado ajeno, demasiado abstracto, demasiado geométrico e inhumano. Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ese sí que le entiendo y ese sí que me entiende, a ese sí que puedo entregarle fielmente mi voluntad entera, tras la vida. A ese sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro. Y, ¡horror!, ¡se me había olvidado!».
Siguió de rodillas, rezando como podía. Recordó cómo su madre le había enseñado a rezar, reconstruyó el Padrenuestro y el Avemaría... y de ahí no pudo pasar. «No importaba demasiado; lo cierto era que una inmensa paz se había adueñado de mi alma». Se sentía otro hombre, el «hombre nuevo» del que hablaba san Pablo. Miró por la ventana: vio lo de siempre, Montmartre. Pero los ojos eran nuevos, y percibió un significado antes desconocido: ¡Mons Martyrum!, el Monte de los Mártires. Son los que aceptaban libremente el supremo sacrificio. «¡Querer libremente lo que Dios quiera! He aquí el ápice supremo de la condición humana. “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”».
Fulgencio Espá, Con El, 4 de julio
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