El coche de policía llevaba la sirena encendida. Iba deprisa y, de golpe, frenó en seco, subiendo las ruedas delanteras a la acera y cortando el paso a un sacerdote que caminaba pacíficamente por las calles de Roma. Se apagó la sirena. Con calma, los policías bajaron del coche y se acercaron al anciano –y asustado–presbítero. El más joven de los dos le preguntó:
¿Podría decirnos cuáles son los siete pecados capitales? Es que recordamos cinco de los años del catecismo, pero aun así nos faltan dos.
Roma es Roma, y en Roma todo es posible. Los Carabinieri andaban discutiendo sobre este teológico asunto y querían acudir sin falta a la opinión de un experto en Teología. El sacerdote les contestó tranquilamente y luego aprovechó para hablar un rato con ellos.
¿De dónde venía aquella curiosidad por los pecados capitales? Aunque parezca mentira, el culpable había sido un cartel que habían visto por la calle. Colgado a la entrada de una parroquia, anunciaba en llamativas letras: venid a mí todos los cansados y agobiados. Esta semana, charla diaria sobre los pecados capitales. Diaria quiere decir 7, y por tanto... ¿qué 7?
Al sacerdote no le sorprendió demasiado lo del cartel, pero les hizo ver que había algo más llamativo que el 7. «¿Ah, sí?». «Sí. Decidme: ¿qué tienen que ver los pecados capitales con el cansancio y el agobio?». «Pues...».
Tal vez no lo pensamos a menudo, pero lo experimentamos. La ira, la lujuria, la pereza... cansan. La soberbia agobia. Venid a mí todos los cansados y agobiados, que yo os aliviaré.
Caminemos, acerquémonos a Cristo con nuestra espalda cargada de pecados, para que los quite, para que los aparte de nosotros y ponga sobre ella el dulcísimo yugo de su amor.
«Venid –glosa san Juan Crisóstomo–, no para rendir cuentas, sino para ser librados de vuestros pecados; venid, porque yo no tengo necesidad de la gloria que podáis procurarme: tengo necesidad de vuestra salvación... No temáis al oír hablar de yugo, porque es suave; no temáis si hablo de carga, porque es ligera (San Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 37, 2 (PG 57, 414)»[22].
La carga de Cristo es la carga de Dios, infinitamente bueno. Jesucristo es el médico de las almas, que justifica sin rubor su presencia entre los pecadores: son ellos los que tienen necesidad de alguien que cuide sus heridas.
Jesucristo es así: Pastor que deja a las noventa y nueve, con prisa y agobio por la tristeza que le causa la idea de perder una sola oveja. Un Dios que no encuentra paz hasta que halla a esa que andaba perdida.
El encuentro con Él y con su yugo, con su carga, es liberador. Así ocurrió a la samaritana y a Nicodemo, a los leprosos y a los endemoniados, a Zaqueo y al buen ladrón...
Hasta tal punto es bueno nuestro Dios, que se le consideró amigo de borrachos y de gentuza. Y Cristo hubo de explicarse: ¡misericordia quiero!
Jesús, consuelo de los hombres, bálsamo en nuestro camino. Ven a nosotros. Acércate a mí en este rato de oración. Que sepa dejar toda la carga de mi egoísmo y recibir con alegría el compromiso de tu gracia, el yugo de tu amor, la carga de tu caridad. Jesús, dulzura del alma, quiero encontrarme contigo, hazme sensible para percibir tu presencia.
El yugo de Cristo es luz y amor y alegría. Una luz intelectual, que nos ayuda a comprender la realidad de las cosas de un modo más profundo. La fe y la compañía de Jesús dan explicación de la salud y de la enfermedad, de la alegría y de la tristeza; en definitiva, dan sentido a todos los días de nuestra vida. Con Él, quizá no podamos comprender todo lo que nos pasa, pero sí podremos vivirlo y aceptarlo con entusiasmo y alegría, con docilidad.
La luz de la fe no es una luz fría y apagada; al contrario, es una luz que da calor porque se traduce en amor verdadero, en deseos de bien. En efecto, elegir el yugo de Cristo es elegir el bien mismo. En la tierra hay parcelas de bien, trozos de verdad: ponerse de parte de Dios es abandonarse en manos de la Verdad y Bien absolutos, del Amor.
Por eso, con la gracia de Dios, nuestra vida llegará a ser muy luminosa y cálida, capaz de atraer a muchos al seguimiento de Jesucristo. En nuestras vidas, traduciremos lo llevadero y ligero de su carga, y los demás lo verán. Nuestra alegría contrastará absolutamente con la aparente felicidad de los pecados capitales, que no es sino cansancio y agobio. No lo olvides: la carga que Jesús quiere poner en nuestros hombros es alegría; una alegría sin comparación posible.
«La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz: la felicidad en la Cruz. —Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que su carga no es pesada»[23].
Fulgencio Espá, Con El
EVANGELIO
San Mateo 11, 28-30
En aquel tiempo, Jesús exclamó: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga, ligera.
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[22] Es Cristo que pasa, 177.
[23] Camino, 758.
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