miércoles, 5 de febrero de 2014

Atarse para ser libres

         
           Os ofrezco esta atinada entrada de Enrique Monasterio sobre la libertad y el amor humano.


Querido Ulises:


Han pasado casi treinta siglos ―centuria arriba, centuria abajo― desde que emprendiste viaje de regreso a Ítaca, al acabar la guerra de Troya. Tenías que recuperar tu reino, y además te esperaba Penélope, tu fiel esposa y Telémaco, tu hijo. ¡Menudo viaje! Fue tan largo y peligroso que dio lugar a “La Odisea”, un excelso poema épico de 24 cantos que sigue vivo, a pesar de lo que ha llovido desde entonces, gracias al genio de Homero.


Como sabrás, ahora recorremos distancias muchos más largas volando sobre las nubes en modernas carrozas de fuego, atendidos por sirenas uniformadas que nos obsequian con mágicos manjares para hacernos más grata la travesía. Tú, en cambio, lo pasaste regular. Contabas con la protección de Palas Atenea, hija del mismísimo Zeus, pero los demás dioses (¡diosecillos!) te lo pusieron difícil con sus engaños y trampas. Venciste a al gigante Polifemo, a su padre, Poseidón, a los lotófagos, a un par de hechiceras y qué se yo…
Quizá el pasaje más conocido de tu aventura fue el de las sirenas. ¡Cuántas veces lo habrás contado!
Las sirenas no eran doncellas bellísimas con cola de merluza congelada como piensan la mayoría de mis contemporáneos: el romanticismo y su profeta Walt Disney han hecho mucho daño. Eran más bien entes monstruosos, criaturas probablemente ligadas al mundo de los muertos, con cuerpo de pájaro y torso de mujer.
Las sirenas tenían un don al que nadie se resistía; una voz musical, prodigiosamente atractiva e hipnótica.  Y si me preguntáis cómo una canción es capaz de seducir de forma tan eficaz a quien la oye, la respuesta la conoce muy bien Ulises: el pico de aquellas sirenas cantaba las hazañas de los héroes que pasaban por sus aguas. A cada héroe le contaban la suya, y éste se quedaba tan embelesado deleitándose en el relato de sus triunfos que ya nunca más quería marcharse de allí.
Tú, Ulises, conocías el peligro. Sabías que un héroe no debe mirarse al espejo de su vanidad demasiado tiempo. Tus hazañas debía cantarlas Homero cuando tú ya hubieses desaparecido; pero las sirenas no. Los halagos hechizan, reblandecen la conciencia, domestican el alma del guerrero y lo convierten en un guiñapo estúpido y gordinflón.
Por eso te ataste al palo mayor de tu nave y te amordazaste para no gritar. Pudiste haberte tapado los oídos con cera como los demás tripulantes, pero optaste por combatir la tentación mirándola de frente. Y tu victoria fue completa: fuiste fiel a Penélope, a tu hijo y a tu reino a pesar de haber oído el canto de las sirenas.
¿Sabes por qué te recuerdo esta historia? Por culpa de un e-mail (un poco cursi, la verdad) que recibí hace un par de meses de viejo amigo.
“No, Enrique, ―me dice―. Esta vez no voy a atarme. P y yo queremos ser libres, sin-papeles, como los negros que llegan a nuestras costas. Solos y desnudos frente al mar. No queremos un amor que encadene, sino que libere. Por eso tampoco tendremos boda ni hijos”.

Tú sabes bien, querido Ulises, que ésa es la libertad del perrito que nunca renuncia a cambiar un hueso por otro; la “libertad” banal de este siglo, que, inevitablemente, desemboca en la soledad y el hastío.
El hombre libre es capaz de decir “para siempre” y cumplir su palabra aunque el viento sea contrario, aunque los diosecillos del egoísmo, la vanidad o la lujuria arremetan con fuerza contra su nave. Y si alguna vez debe atarse al palo mayor, besará esos nudos, porque en ellos puede estar su libertad.
Atentamente, tu fiel lector,
Kloster

         Enrique Monasterio, Pensarporlibre

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