Una escuela de formación profesional en la zona de Limuru, en Kenia, ha transformado la realidad laboral de las miles de jornaleras que trabajan en la plantación de Maramba
Karen y sus hijos se consideran afortunados por poder vivir en una antigua caballeriza, rodeados de plantas de té y café. Durante la época colonial, sus ancestros cuidaban en estas cuadras a los corceles de los ingleses. Hoy los establos de los caballos son el hogar de los hijos y nietos de aquellos esclavos del té.
No todos los que trabajan en la plantación de Maramba, situada en la zona de Limuru, en Kenia, tienen el privilegio de vivir bajo techo, a pesar de que se trata de una de las zonas más ricas gracias a la producción de té y de café. El 75% de los cerca de 2.000 jornaleros que trabajan en estas tierras son mujeres y su dinámica laboral difiere poco de la que vivieron sus abuelas durante el colonialismo, sólo que sus patrones ya no son hombres blancos sino africanos adinerados y ahora ellas viven en las caballerizas de los animales.
Ganan cinco chelines kenianos (menos de un euro) por cada kilo de té o de café a pesar de que la recolecta empieza al alba y finaliza con el crepúsculo. Las cuentas para estas cabeza de familia no salen y «antes muchas se veían obligadas a prostituirse en los clubes nocturnos de la zona para llevar un ingreso extra» a sus cuadras sin calor de hogar.
«Trabajan en condiciones de semiesclavitud y tienen que buscar alternativas para poder sacar adelante a sus familias», explica Frankie Gikandi, directora de la escuela de formación profesional Kimlea y una especie de madre coraje para estas mujeres.
Una segunda oportunidad
El centro que ella gestiona ha revolucionado la economía de la factoría de Maramba y sus aldeas y ha creado una economía de oficios paralela, alternativa a la de la hoja verde. Es la economía de las segundas oportunidades. «Antes estas familias vivían de la tierra, ahora se les da la posibilidad de que aprendan hostelería, costura o informática y tengan un ingreso extra con el que sostener a sus familias», explica la directora del centro desde 1990.
La zona de Limuru, donde se ubica la planta, cuenta con una población de 200.000 habitantes, la mayoría empleados de los campos. Antes las jornaleras malvivían de lo que ganaban con la recolecta. Hoy sobreviven gracias a los ingresos extras que obtienen desarrollando los oficios que aprenden en la escuela.
Esto no les permite dejar por completo el campo pero sí completar sus salarios con trabajos alternativos. Recolectoras de día, por la tarde estudian para convertirse en cocineras, costureras o secretarias. «Queremos darles las herramientas para que tengan su propia salida y algún día puedan dejar el trabajo en la planta. Antes había mucha más prostitución en las plantaciones, pero ahora ha descendido mucho porque estas chicas tienen otra alternativa», señala Gikandi.
Cuando salen de la escuela Kimlea las chicas comienzan a trabajar en hoteles, en escuelas o en el sector del turismo. Muchas son hoy emprendedoras que han montado negociosde venta a través de Internet o restaurantes. Las que consiguieron ahorrar incluso se han marchado a la capital, Nairobi, para probar suerte.
De alumnas a profesoras
Otras, como Paris, son empleadas del centro de formación Kimlea. Ayudan a las que, como ellas, entraron un día por la puerta con pocos recursos y muchos anhelos en sus canastos. «Paris entró en 1999 y era una de las alumnas que mejores notas sacaba. Hoy es profesora con nosotros», explica Gikandi.
Karen, otra ex alumna, trabaja en el dispensario del centro. En los fogones las mujeres hornean bizcochos y muchas «ya venden sus propias magdalenas fuera del centro», relata la directora, que ha impartido conferencias en España e incluso recibió el Premio de laFundación Harambee2010 por su labor en la promoción de las mujeres africanas.
Por las aulas de Kimlea han pasado más de 20.000 mujeres, unas 50 por año, y, según Gikandi, en casi todas las familias de la plantación hay al menos una fémina que ha estudiado en el centro y que ahora tira de la economía familiar.
La escuela abrió sus puertas en los años 60 «cuando en el país no había dinero para que estudiara todo el mundo y se daba prioridad a los niños», explica Gikandi. El centro está en una zona rica, pero el dinero que se obtienen de este campo de café y té «va a los señores de la tierra». «Muchas tienen talento pero sus familias no pueden pagar sus estudios», dice.
En Kimlea pagan solo el 20% de una formación que cuesta 12.000 chelines (100 euros) cada tres meses. La escuela ha ganado mucho prestigio y ahora son las moradoras de las caballerizas las que sostienen la economía familiar de estas aldeas con su pluriempleo: el matutino bajo el sol y con el cesto a la espalda, y el vespertino, el que le desvolvió la dignidad.
Raquel Villaécija / Alberto Rojas, en elmundo.es.
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