Mil peregrinos caminando juntos por el camino de Santiago. Como un verdadero ejército. Era la peregrinación de jóvenes que se dirigía a Compostela para encontrarse con el Apóstol y, sobre todo, con Cristo mismo.
Las jornadas eran maratonianas. El calor, muy intenso. Caminatas de 30 o 35 kilómetros a pie, con la dificultad añadida de un grupo tan enorme en movimiento. Continuos parones, con todo lo que supone encontrar un sitio donde puedan descansar mil personas: cortes en la carretera, caminos estrechos… Tampoco era fácil el acomodamiento en los lugares de destino. Polideportivos, casas de peregrinos, aparcamientos públicos: cualquier sitio era bueno para acoger a tal masa humana.
El ambiente, por lo general bueno, estaba ligeramente viciado aquella tarde. A las dificultades habituales se añadía que, ese día, tanto el aseo como la comida habían sido de muy difícil acceso. Buena parte de los peregrinos se había encrespado.
El plan de la tarde era todos los días el mismo: mucho tiempo libre para asearse y recuperar un poco el aire, antes de la celebración de la Misa presidida por el Obispo, en principio, a las ocho.
Por fin, poco antes de la hora prevista, los mil peregrinos se reunieron de mala gana en un campo de fútbol donde estaba preparado todo para la Eucaristía. Y fue precisamente entonces cuando la situación dio un vuelco.
El evangelio era el de la multiplicación de los panes y peces: Jesús pide a Felipe pan para alimentar a una muchedumbre, a lo que el apóstol contesta que es imposible dar de comer a tantos. Jesús les ordena que se sienten en la hierba y, con los pocos panes y peces que aporta un muchacho de aquella multitud, consigue alimentar a todos y a cada uno.
Después de la lectura del evangelio, el Obispo mandó que todos se sentaran. Explicó a los jóvenes que la escena se reproducía: sobre el césped del campo de fútbol, una multitud ansiosa deseaba ser alimentada por Cristo. Él es el protagonista de la vida, y a Él hay que ofrecerle todo.
Todos sin distinción tenían la oportunidad de experimentar cómo Cristo es capaz de saciar a los hombres: bastaba confiar en Él y darle lo poquito que tenemos. Independientemente de los ánimos que cada uno tenga, Cristo está dispuesto a alimentar hasta saciarse a todos los que quieran escucharlo.
Si no habéis entendido la centralidad de la Eucaristía en vuestra vida –concluyó el Obispo delante de los mil jóvenes–, recordad que no habéis entendido absolutamente nada.
Se hizo un silencio que podía cortarse. Comenzaba la liturgia de la Eucaristía. Los corazones sosegados: cientos de jóvenes descubrieron una tarde del camino de Santiago que la Misa y la presencia sacramental de Jesús en la Eucaristía son, con mucho, el centro y la raíz de la vida interior.
Sí: todo cambió después de esa Misa. Desapareció cualquier sombra de mal ambiente, los sacerdotes tuvieron que ponerse a confesar ininterrumpidamente, había alegría, mucha alegría y grandes deseos de cambio. El predicador y el Espíritu Santo habían conseguido mostrar una cosa que, en realidad, sucede todos los días: Recibir a Cristo en la Sagrada Hostia sacia verdaderamente el corazón del hombre y cura sobradamente las heridas del alma.
Sugiero un par de textos San Josemaría que supo ponerlo por obra, y que han servido a muchos y a muchas a darse cuenta de la importancia del sacrificio del Altar.
«Considera lo más hermoso y grande de la tierra… lo que place al entendimiento y a las otras potencias…, y lo que es recreo de la carne y de los sentidos… Y el mundo, y otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas…, nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! –¡tuyo!–, tesoro infinito, margarita preciosa, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa… y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía»[1].
«¿Has pensado en alguna ocasión cómo te prepararías para recibir al Señor, si se pudiera comulgar una sola vez en la vida?
Agradezcamos a Dios la facilidad que tenemos para acercarnos a Él, pero… hemos de agradecérselo preparándonos muy bien, para recibirle»[2].
[1] Camino, 432.
[2] Forja, 828.
Fulgencio Espá
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