No es extraño encontrar en la prensa de la última jornada del año una viñeta que signifique lo que sucede esa jornada. Un viejecito achacoso, encorvado y con bastón, sale lentamente de la escena mientras unas mujeres henchidas de felicidad portan en sus brazos un bebé rollizo y sonriente.
Bajo el anciano, un rótulo, que es en realidad un epitafio anuncia el número del año que muere. Entre las sabanitas que envuelven al delicado neonato se distingue su nombre. No es otro que el del año que entra.
Hasta aquí la escena nos parece normal. El año viejo muere y nace otro lleno de ilusión. Lo extraño sería que las mujeres que acompañan al bebé lo hicieran de mala gana o descontentas, atenazadas por la tristeza o heridas por la desilusión. Sería aún peor que el niño apareciera raquítico y arrugado, consumido como un viejo en su más tierno nacer.
Durante esta semana cambiamos de año litúrgico. Después de 34 semanas de tiempo ordinario, pronto empezará otro tiempo lleno de ilusión y de esperanza: el Adviento.
Nuestra oración ha de ser litúrgica. Por eso, debemos pedir a Dios en estos días la ilusión de comenzar este nuevo año con el entusiasmo de una persona joven, con independencia de los años que tengamos. Millones de gracias aguardan en el corazón de Jesús, esperando que alguno de sus hijos las pida con humildad.
Es muy posible que este año sea cuando por fin venzas ese defecto, conquistes aquella otra virtud, tu corazón vibre con nuevos proyectos y se enamore más y más de Cristo, de personas que quizá aún no conoces y de ilusiones nobles. Con la gracia de Dios es muy probable que tu vida se haga grande, tu corazón se dilate, seas capaz de encontrar lo valioso de cada cosa que haces, por pequeña que sea.
No toleres que la rutina de los tiempos apague la juventud de tu alma. Tu ilusión por las cosas es un buen termómetro que te permitirá medir con objetividad cómo de viejo eres, con independencia de la edad que tengas.
Fulgencio Espá
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