Lo que
pide el prestamista judío de El mercader
de Venecia es algo tan teóricamente justo como monstruoso: tenía la firma
de su cliente que le autorizaba legalmente a cortarle una libra de carne en
caso de no devolver el dinero prestado; y cuando el plazo vence, reclama el
corazón.
Pero entonces, la misma justicia reconoce su rigor excesivo y apela a
algo más allá de sí misma, apela a la misericordia. Y Shylock, el viejo usurero,
deberá escuchar estas palabras:
«Lo propio
de la clemencia es no ser forzada; cae como la dulce lluvia sobre la llanura, y
es dos veces bendita: bendice al que la concede y al que la recibe. Es lo que
hay de más poderoso en quien lo puede todo. Sienta al monarca mejor que la
corona. El cetro muestra bien la fuerza del poder, la majestad y el respeto que
hacen temblar ante los reyes.
Pero la clemencia está por encima de esa
autoridad porque tiene su trono en los corazones de los reyes, es un atributo del
mismo Dios, y el poder temporal se aproxima todo lo que puede al poder divino
cuando la clemencia frena a la justicia. Además, judío, aunque la justicia sea
tu punto de apoyo, considera que, en estricta justicia, ninguno de nosotros
merece la salvación eterna; rezamos para solicitar clemencia, y esa misma
oración nos enseña a todos que debemos ser clementes con los demás.
No te he
hablado tan largamente más que para animarte a moderar la justicia de tu
demanda. Si persistes en ella, este rígido tribunal de Venecia, fiel a la ley,
deberá necesariamente pronunciar sentencia contra el mercader aquí presente»
(Shakespeare, El mercader de Venecia).
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