En esa
radiografía de Nueva York que es La
hoguera de las vanidades, Tom Wolfe nos cuenta que cada año eran detenidas
en el Bronx cuarenta mil personas entre las que había de todo: incompetentes,
subnormales, psicópatas, alcohólicos, payasos y buenas gentes, todos ellos
detenidos por algún tipo de enfurecimiento terminal. Pero había también otros
tipos de quienes lo mejor que podía decirse era que se trataba de seres
vilmente malvados.
Por lo que
sabemos, con frecuencia elegimos mal. Se dice que hemos inventado la música
de cámara, pero también la cámara de gas, y que estamos obligados a elegir,
pero no estamos obligados a acertar. De ahí que sea necesaria una brújula
que nos oriente en el confuso y agitado mar de la vida: eso es la ética. Y por
esa razón, si el homínido se convierte en homo
sapiens, no le queda más remedio que convertirse en homo ethicus. Es decir, no le queda más remedio que diseñar un
mundo habitable.
Algo que requiere elegir bien para no acabar mal; respetar la
realidad; respetarse a sí mismo; abrir los ojos y aprender a mirar; superar la
ley de la selva; no ser lobo para el hombre; usar la brújula y el mapa; saber
que el terreno está minado; estar dispuesto a sufrir. En resumen: sostener un
esfuerzo inteligente al servicio del equilibrio personal y social. Y si se
quieren emplear palabras diáfanas: hacer el bien y evitar el mal.
José Ramón Ayllon
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