Tomás, encerrado, grita con todas sus fuerzas y se aferra con firmeza a la valla de madera. Otros niños juegan indiferentes a su alrededor. Llama la atención, sobre todo, porque ninguno le hace caso. Los demás lo miran como extrañados.
El llanto de la criatura importa solo a los adultos y, en este caso, no demasiado. Las profesoras están un poco cansadas: lleva un mes de colegio y sigue inconsolable. Todos los días lo mismo: aguanta una o dos horas distraído… para sumirse en la desesperación más absoluta.
Su hermano, en el patio de los grandes, juega ufano al fútbol. Le importa muy poco que Tomás lo pase mal. Ya lo superará. Parte de razón lleva, porque la angustia del pequeño obedece a un motivo: está persuadido de que sus padres no volverán a recogerlo del colegio y se quedará toda la vida allí.
La mañana del jueves encontró un adulto que le hizo caso. El sacerdote del colegio pasaba por delante de su patio y lo vio llorando. Se acercó solícito y la profesora le explicó la situación.
–No tengas miedo, Tomás, que esta tarde vendrán a por ti, ya lo verás…
La profe le advirtió: –No le diga eso. Para él, esta tarde aún está excesivamente lejos… Si quiere consolarle, mejor tendrá que usar otras palabras, tales como que sus padres ya están aquí y que llegarán enseguida. El tiempo para Tomás se hace demasiado largo en ausencia de sus padres.
¡Menuda lección! El tiempo se hace largo cuando falta la persona en quien tenemos puesto el corazón. Así debían sentirse los cristianos de la primera Iglesia. Habían convivido día y noche con Jesús; muchos fueron testigos de la resurrección y un grupo grande de ellos contempló, con tristeza y esperanza, la ascensión.
¿Cuándo volverá el Señor? Se lo preguntaban con frecuencia. Lo deseaban de todo corazón: no porque estuvieran mal aquí, sino porque le echaban muchísimo de menos. Sabían que Cristo vive y que se ha quedado en la Eucaristía: lo tenían tan claro o más que nosotros. De eso no cabe duda. Pero… recordaban la calidez de su voz, la dulzura de su mirar, la autoridad de su palabra… ¡todo! y deseaban, como es lógico, que volviera pronto.
«Dios todopoderoso», rezamos, «aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino eterno».
Si Cristo te dijera, que viene dentro de pocas horas… ¿qué reacción tendrías? Y después, ¿qué pensarías? Los primeros cristianos se llenarían de alegría. ¿Y tú?
Comenzamos hoy el tiempo de Adviento, que nos sirve para prepararnos para las dos venidas de Cristo. Una, la primera, tuvo lugar hace algo más de dos mil años en Belén. La recordaremos el día de Navidad y volveremos a vivir el misterio del Nacimiento de Jesús. Nos separan de esa celebración cuatro semanas (el Adviento) de intensa preparación.
Pero este tiempo particular de la Iglesia también persigue en el alma del creyente un segundo objetivo: disponer su corazón para la última y definitiva venida de Cristo. Este será el tema de las oraciones de la Misa y de muchas de las lecturas durante las tres primeras semanas.
¡Ven, Señor Jesús! Desear que Cristo vuelva no es despreciar las cosas de la tierra, sino tener la persuasión de que, si lo de ahora es bueno, es mucho mejor lo que está por venir. No está de más que nos recuerden y recordemos cada uno personalmente –otra vez– que estamos de paso. Lo bueno, sin duda, aún está por llegar.
Fulgencio Espá
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