El día dos de noviembre de 1993 moría Severo Ochoa, prestigioso científico galardonado con el premio Nóbel por sus conocimientos e investigaciones. A los dos días, el cuatro de noviembre, un diario publicaba este artículo de Pilar Urbano bajo el título de ‘Una insólita confesión de Severo Ochoa’:
“Iba por esos aeropuertos y por esas carreteras y por esas estancias alfombradas, con la mirada perdida, como un suicida in pectore. Quería morirse. Lo decía. A mí, desde luego, me lo dijo. Que sin ella, sin Carmen, la vida le era desabrida. Y, golpeándose las costillas a la altura del corazón: “¿por qué no se me rajará éste, cualquier noche, estando yo dormido?”. Se extrañaba ante le misterio de su duración. Igual que Tarradellas y Dalí y Dolores Ibarruri y Enrique Tierno Galván y Don Juan de Borbón... que, como él, vivían ya desarraigados.
Sin embargo, ha estado valiente. Le ha echado coraje a su sobredosis de soledad y a la orfandad de amor y a la abulia infinita que le subía por las piernas hasta lamerle el pecho. Ha resistido, entero, como un hombre, hasta que el Capitán tocó el silbato y dijo que era la hora de zarpar.
No quiero ir al archivo, ni fuchicar los papeles. Tengo bien espabilado el recuerdo. Fue una tarde muy larga, en su casa, en Madrid. Sonaba Schumann. Hablábamos de todo. Me enseñaba fotos. Me invitaba ¡a yogur! Yo le hacía preguntas y preguntas. En éstas, llegamos a las ‘fronteras éticas de la ciencia’.
Me dijo que él se hubiera negado a fabricar la bomba atómica. Quise saber, ‘supongamos, profesor Ochoa, ¿intervendría en el proyecto centauro?’. Alzó el supuesto de una manipulación genética: esperma de caballo, fecundando un óvulo de mujer. Se echó a reir. ‘Je, je, je... Sería muy divertido. Un hombre, galopando a la velocidad de un caballo...’. Le completé la estampa: ‘Un caballo, de frac, tocando el violín... Schumann.
El público arrebatado. Y, de pronto, el violinista centauro, de pie en el escenario, cagando boñigas’. Lo reconozco, fue un golpe de efecto. Se me puso muy serio, muy serio. Y, a partir de ese momento, no sé bien por qué, comenzó a reclinar la altivez profesoral, el pavonado científico, la suficiencia de personaje supremo. Se enfrascó en su segundo yogur.
Yo, entonces, empecé a preguntarle cosas más ‘abstractas’: ¿por qué es la vida? ¿cuál es el origen? ¿qué es la muerte? ¿qué hay después? ¿sabe usted dónde está el amor de su esposa? ¿me podría explicar sobre una pizarra por qué, al atardecer, se pone usted tan triste? Severo Ochoa escuchaba. Pensaba un rato. Después, por sus carnosos labios dejaba caer un lacónico ‘no lo sé’.
Y así, entre ‘no lo sé’ y ‘no lo sé’, pasamos un lago rato. Al fin, se puso en pie, altísimo como era. Dio una vuelta por la sala. Volvió. Me miró desde arriba, en contrapicado. Y soltó su tremenda confesión: ‘No tengo ni una sola respuesta para nada de lo que de verdad me interesa. Puedes escribir bien grande que te he dicho que soy un extraño sabio... un sabio que no sabe nada’.”
Jose Pedro Manglano, Vivir con sentido
Buen momento para recordar y explicar a los demás que el Evangelio tiene todas las respuestas a lo que de verdad interesa
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