Hace unos años –veinte o alguno más, la verdad– se hicieron famosos los gritos de un entrenador de fútbol argentino que se desgañitaba contra los médicos y asistentes de su equipo porque estaban atendiendo a un jugador del equipo contrario. Les increpaba diciendo: «¡Písalo, písalo! Al rival hay que pisarlo. ¿Qué camiseta lleva?
Los nuestros son los blancos. ¡Písalo!». Aunque no se atrevan a decirlo, muchos piensan y viven así: al rival, al que compite conmigo por algo, ni agua. Y, si así es con el rival, ¿qué pensaría este entrenador de la llamada de Jesús a amar, no ya a los rivales, sino a los enemigos?
Más aún, quizá no haya que ir a preguntar a un hombre así en un momento tan exaltado, basta que te lo preguntes tú mismo, o que lo hicieras en el círculo de personas con las que tratas frecuentemente. ¿Amar a los enemigos? ¿Nos hemos vuelto locos?
Pues parece que sí, es la locura del evangelio. A todos nos parece muy razonable el mandamiento antiguo: amar al prójimo y aborrecer al enemigo. Pues el Señor te dice: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen (Mt 5, 44). Es un mandato ante el que con frecuencia se rebela nuestro interior. ¿Por qué esta consideración con los malos, con los que hacen daño y, en definitiva, ofenden a Dios? ¿Cuál es la razón para este mandamiento que se antoja tan difícil de practicar y más aún de entender?
Un autor desconocido que comentó el evangelio de Mateo hace muchos siglos nos puede ayudar en este punto: «Cristo mandó aquellas cosas no solo por nuestros enemigos, sino también por nosotros. No porque ellos sean dignos de ser amados, sino porque no somos dignos de odiar a nadie (…). Cristo no solo manda amar a los enemigos para que los amemos, sino también para que nosotros rechacemos lo que es malo». Piénsalo. Este mandamiento no beneficia a los malvados, te beneficia sobre todo a ti, pues busca apartar el odio de tu corazón.
Con Él, cuaresma 2017
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