Los primeros tres meses, Bosco estuvo sumergido en una especie de depresión. Los secuestradores le habían obligado a dar información acerca de su familia, y él sentía que los había traicionado. No se movía, no comía, se quedaba tirado en el suelo sin hacer nada… El día de la independencia de México, los secuestradores le dejaron pedir lo que quisiera. Pidió un whisky, y se lo trajeron. Bosco estaba dispuesto a saborearlo como si fuera el último placer de su vida. “Fue entonces cuando escuché una voz en mi cabeza que decía: ofrécelo. Y yo pensaba: no voy a ofrecer esto, es lo único bueno que tengo. Ofrezco el estar secuestrado. Eso no depende de ti, decía la voz de mi cabeza”.
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