Lo llevaron a la cama y le advirtieron de que su compañero de habitación era un viejo cascarrabias.
Este no paraba de maldecir su mala fortuna al haberse quedado ciego por culpa del accidente mil veces descrito.
Así que tras el intentó fatídico de sacar adelante una conversación, el joven se desesperó y se arrimó a la ventana para que le diera el aire. En su caridad infinita, lo intentó de nuevo. Ahora intentaba narrar lo que había al otro lado.
Describía a los niños que jugaban en el parque, a los ancianos que charlaban en los bancos, a los pájaros revoloteando entre los árboles...
El viejo disfrutaba con esas ilustraciones tan detalladas y correctamente descritas. Era la fórmula perfecta para que calmara su mal genio.
El viejo le pedía constantemente su compañero que le contase lo que pasaba ahí afuera.
El joven murió repentinamente y el viejo se sentía triste, solo.
Un día le vino a visitar su hijo, que no lo hacía asiduamente, y el anciano le rogó que le describiese lo que pasaba al otro lado de la ventana, que su compañero lo hacía y le agradaba mucho.
El hijo le miró con cara extraña y le dijo:
–Padre. Al otro lado de la ventana no hay más que un muro... y el joven que murió era ciego, como tú.
Ojalá reflexionáramos con frecuencia que el valor de nuestra vida reside en el amor sacrificado que sepamos derramar a nuestro alrededor y para ello acudiéramos a la fuente: Jesucristo, su Palabra y su Vida, presente en los sacramentos
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