El hombre que plantaba árboles
En 1913 tuve la oportunidad de hacer un largo recorrido a pie por los parajes montañosos de la antigua región donde los Alpes penetran en Provenza. Eran tierras desérticas, toda la tierra aparecía estéril y opaca. Nada crecía allí salvo alguna pobre vegetación silvestre. Sólo encontré sequedad y una aldea abandonada. Finalmente, entre tanta soledad, vi a un pastor con treinta ovejas echadas cerca de él sobre la tierra calcinada. Era un hombre de pocas palabras en medio de un paraje desolado. Vivían también algunas familias bajo aquel riguroso clima, en medio de la pobreza y de los conflictos provocados por el continuo deseo por escapar de allí.
Aquel pastor tenía 55 años y se llamaba Elzéard Bouffier. Usaba como bastón una vara de hierro. Con su punta hacía un hoyo en el que plantaba una bellota y luego lo rellenaba.
En 1913 tuve la oportunidad de hacer un largo recorrido a pie por los parajes montañosos de la antigua región donde los Alpes penetran en Provenza. Eran tierras desérticas, toda la tierra aparecía estéril y opaca. Nada crecía allí salvo alguna pobre vegetación silvestre. Sólo encontré sequedad y una aldea abandonada. Finalmente, entre tanta soledad, vi a un pastor con treinta ovejas echadas cerca de él sobre la tierra calcinada. Era un hombre de pocas palabras en medio de un paraje desolado. Vivían también algunas familias bajo aquel riguroso clima, en medio de la pobreza y de los conflictos provocados por el continuo deseo por escapar de allí.
Aquel pastor tenía 55 años y se llamaba Elzéard Bouffier. Usaba como bastón una vara de hierro. Con su punta hacía un hoyo en el que plantaba una bellota y luego lo rellenaba.
Había plantado un roble. Plantó así hasta 100 bellotas con muchísimo cuidado.
Llevaba tres años plantando árboles en ese desierto. Había plantado ya 100.000. De éstos, unos 20.000 habían germinado. De los 20.000, esperaba perder la mitad a causa de los roedores o el mal clima.
Aún así, quedarían 10.000 robles donde antes no había nada.
Vino la guerra de 1914, y a su término volví a aquel lugar.
Aquel pastor seguía extremadamente ágil y activo.
Los robles tenían diez años y eran más altos que un hombre. Era un espectáculo impresionante.
Formaban un bosque de once kilómetros de largo y tres de ancho. Y todo aquello había brotado de las manos y del alma de ese hombre solo.
Había proseguido su plan, y así lo confirmaban las hayas, que llegaban a la altura del hombro y que se encontraban esparcidas tan lejos como la vista podía abarcar. También había plantado abedules en todos los valles donde había adivinado acertadamente que había suficiente humedad.
La transformación había sido tan gradual, que había llegado a ser parte del conjunto sin provocar mayor asombro.
Algunos cazadores que subían hasta estas tierras yermas en busca de liebres o jabalíes, habían notado, por supuesto, el repentino crecimiento de arbolitos, pero lo habían atribuido a algún capricho de la tierra.
Esa fue la razón por la que nadie se entrometió en el trabajo de Elzéard Bouffier.
En 1935, las lomas estaban cubiertas con árboles de más de siete metros de altura. Recordando el desierto que era esa tierra en 1913 pude observar que el trabajo intenso realizado en forma metódica y tranquila, el vigoroso aire de la montaña, una vida frugal y, sobre todo, una gran serenidad de espíritu habían dotado a este viejo con una salud asombrosa.
Vi por última vez a Elzéard Bouffier en junio de 1945. Tenía entonces 87 años. Sólo el nombre familiar de una aldea me pudo convencer de que realmente estaba en una región que anteriormente había sido un paraje desolado.
El autobús me dejó en Vergons. En 1913, este caserío de 10 ó 12 casas tenía tres habitantes que vivían de la caza con trampas y que física y moralmente estaban muy cerca del hombre primitivo. Ahora todo había cambiado, incluso el aire.
En vez de los vientos secos y ásperos que recordaba, soplaba una suave brisa cargada de aromas del bosque. Se habían restaurado las casas, y ahora estaban rodeadas de jardines, donde crecían flores y verduras.
Había matrimonios jóvenes. Aquel lugar se había convertido en una aldea donde era agradable vivir. Desde ahí me fui caminando. En las faldas de la montaña vi pequeños campos de cebada y centeno.
Al fondo del angosto valle, las praderas comenzaban a reverdecer. En lugar de las ruinas que había visto en 1913, ahora se levantaban campos prolijamente cuidados, dando testimonio de una vida feliz y confortable. Los viejos arroyos, alimentados por las lluvias y nieves que conservan los bosques, corren nuevamente gracias a que sus aguas han sido canalizadas. La gente de las tierras bajas, donde el suelo es caro, se ha instalado aquí, trayendo juventud, movimiento y espíritu de aventura.
A lo largo de los caminos, se encuentran hombres y mujeres vigorosos, niños que pueden reír y que han recuperado el gusto por los paseos.
Si se cuenta la primitiva población –irreconocible ahora– que vive con decencia, más de 10.000 personas deben a Elzéard Bouffier gran parte de su felicidad.
Cuando pienso que un hombre solo, armado únicamente con sus recursos físicos y espirituales, fue capaz de hacer brotar esta tierra de Canáan en el desierto, me convenzo de que, a pesar de todo, la humanidad es admirable; y cuando valoro la inagotable grandeza de espíritu y la benevolente tenacidad que implicó obtener este resultado, me lleno de inmenso respeto hacia ese campesino viejo e analfabeto, que fue capaz de realizar un trabajo digno de Dios.
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