Con un hilo de esperanza en su desesperación, acudió muchas tardes a la iglesia de San Lorenzo, a pedirle al Señor del Gran Poder que lo curara. Un día y otro, hasta que el pobre muchacho murió. Entonces, enrabietado por el dolor de la guerra de la vida en la que los padres entierran a sus hijos, fue de luto a San Lorenzo y, encarándose con el Gran Poder, le dijo:
-- Que sepas que ya no vengo más a verte porque no has querido salvar a mi hijo. Así que si quieres verme, vas a tener que ir tú a mi casa...
Pasaron los años. Se celebró en Sevilla una Santa Misión en la que las imágenes de Semana Santa fueron llevadas a los barrios, para mover la devoción. Y llevaban al Señor del Gran Poder en modestas andas hacia Nervión cuando la noche se abrió en agua. Los hermanos que portaban al Señor buscaron inmediato refugio para la imagen bajo la tromba. Y vieron la puerta de un garaje. Llamaron.
Era el garaje de Juan Araujo, quien oyó los intempestivos aldabonazos, bajó a abrir, preguntó quién era y oyó que le decían desde el tormentón:
-- Venimos con el Gran Poder, abra, por favor, para que no se moje el Señor.
A Juan Araujo le entró por cuerpo un repeluco de emociòn muy distinto a cuando marcaba los goles de cabeza al Atlético Aviación.
Recordó sus palabras encorajinadas por el dolor en la iglesia de San Lorenzo, abrió la puerta y se encontró con el Gran Poder, que, como cumpliendo un desafío de Hombre, venía a verlo a su casa. Juan cayó de rodillas y lloró. Como habrá llorado ahora, en los verdes campos del Nervión definitivo, cuando se haya encontrado de nuevo al Gran Poder y, esta vez sí, con aquel hijo que murió.
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