Carlos Emmanuel de Saboya |
«Serenísimo Duque, viene a ti Jesucristo: el Hijo de Dios desde toda la eternidad e hijo de María en el tiempo (…). Alma mía, da gracias al Señor, alábalo; todos los sentimientos más profundos de mi corazón nunca terminarán de alabar su Santo Nombre. No es suficiente, de hecho, alabarlo con la lengua y la palabra, sino, como el Espíritu es escrutador de las almas, se le debe exaltar sobre todo con el pensamiento; no de modo distraído, sino con todas las fuerzas, porque todo lo que poseemos viene de Él.
¡Que bendiga al Señor con toda mi voluntad, mi memoria, mi inteligencia, con toda mi capacidad, para que en un futuro pueda volver a meditar sus beneficios, amar su providencia, contemplar sus santos misterios…! Alma mía, bendice a Dios en todas tus obras porque su misericordia es eterna, su amor magnífico, profundamente benévolo, suave, Padre y benefactor amadísimo… ¿Cómo podría ocurrir que no recuerdes constantemente los beneficios que el Señor continuamente y abundantemente te ha dado, comenzando por haberte creado?»[1].
San Carlos Borromeo anima al moribundo a dar gracias a Dios antes de morir por todo lo que ha recibido, y le cuesta entender cómo puede existir una sola alma que no sea agradecida a Dios, que nos procura todo lo bueno.
¿Cómo puede ocurrir que no reconozcas, frecuentemente, todas las cosas que Dios ha hecho por ti? Leemos en el evangelio: «tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna». ¿Serás capaz de hacer hoy, con los sentimientos más profundos de tu corazón, una grande –¡muy grande!– acción de gracias?
[1] S. Carlos Borromeo, Omelie sull’Eucaristia e sul sacerdocio (Roma 1984) 210-212.
Fulgencio Espá
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