«Mi amigo de la facultad, Miguel Ángel Martí, sí que era un filósofo, y no dejaba de comportarse como tal en el campamento. (…) Se encontraba en una clase que, como todas, se desarrollaba al aire libre.
Era a la caída de la tarde, y miraba complacido al sol, que pronto iba a hundirse en el ocaso. Su capitán, irritado, le interpeló:
—Martí, ¿por qué se ríe?
—No me río, capitán, me sonrío.
—Y ¿por qué se sonríe?
—Porque soy feliz.
—Y ¿por qué carajo es usted feliz?
—Porque calienta el sol y no me duele nada»[1].
[16] Alejandro Llano, Olor a yerba seca. Memorias (Madrid 2008) 279.
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