En preparación para el sínodo de octubre sobre la familia, y antes de entrar en otras consideraciones más doctrinales, ahí va esta pequeña historia de familia, ocurrida hace pocos días


La más pequeña de la familia había hecho la Primea Comunión apenas unos meses atrás. El mayor, recién casado, estaba en el extranjero ampliando estudios de lingüística. El segundo había decidido no continuar los estudios de ingeniería, y se había lanzado a probar fortuna en el mercado de arte alemán y francés, después de haber conseguido vender un par de cuadros en una exposición de pintores jóvenes. La tercera y la cuarta seguían estudios en la universidad y en el colegio.
El padre de familia, ya bien entrado en sus cincuenta, luchaba para mantener su puesto directivo en una empresa que, hasta ese momento, había conseguido sostener el ritmo de trabajo y de empleo, no sin muchos sacrificios. La madre llevaba con serenidad y paz su trabajo en un despacho de abogados, y no perdía de vista que su trabajo más importante estaba en la familia.

El plan de la familia parecía definitivamente establecido, salvas lógicamente, las imprevistas situaciones que se pudieran presentar en cualquier momento, por aquello de que los avatares del vivir no son predecibles, ni mucho menos.
Padre y madre conversaban a veces, en la serenidad de un atardecer prolongado, sobre los grandes y pequeños sacrificios que había comportado el nacimiento, la educación y el crecer de los hijos; y el gozo de verlos ahora ya encaminados. Los periodos de embarazo habían sido difíciles. Para llevar a término el primero, la madre tuvo que guardar reposo absoluto durante cinco meses; en el cuarto, mejoraron las cosas, y el reposo solo duró dos meses. El tercero y el cuarto fueron mejores, aunque tampoco faltaron semanas de descanso forzado.
Entre el segundo y el tercero, el padre sufrió una situación económica difícil y estuvo a punto de arruinarse. Poco antes de aparecer el cuarto, la madre pasó por momentos de agotamiento, después de un aparatoso accidente de automóvil que le costó la fractura del fémur, unas costillas rotas y magullamiento del pie derecho, que requirió algunos meses para ser curado del todo.
En una conversación con amigas, semanas atrás, la madre tuvo instantes de debilidad, e influida por el ambiente que la rodeaba, tuvo palabras duras contra la “irresponsabilidad” de las mujeres que traían hijos al mundo sin estar en condiciones de cuidarlos bien, y de atender debidamente las necesidades que los pequeños comportan.
Pocos días después, y cuando todo hacía suponer que el flujo de vida estuviese próximo a interrumpirse para siempre, se descubrió embarazada de su quinto hijo. Guardó la noticia para sus adentros, en espera de encontrarse en el mejor momento de sacarla a la luz.
En su soledad, estuvo a punto de sumirse en una depresión; todos los proyectos de futuro se vinieron abajo; ya no se encontraba en edad para afrontar el reto, y la angustia ante la posibilidad de que le faltaran las fuerzas para llevar a término la gestación le producía escalofríos en el cuerpo y en el alma. Y se enfadó con Dios.
Al comunicárselo a su marido, se produjo el primer choque. Con la edad, el hombre  se iba haciendo un poco más egoísta, y protestaba porque ya no estaba para oír llorar a una criatura, y mucho menos para interrumpir su sueño, ya bastante ligero, por los imprevistos horarios del dormir de un recién nacido.
Padre y madre tardaron todavía algún tiempo en hacerse completamente a la idea; y mucho más, en comunicarlo a las amistades: una cierta vergüenza, más que pudor, lo envolvía todo.
Entre críticas y alabanzas, en medio de sorpresas, sospechas y manifestaciones de disgusto y de acogida, nació por fin el quinto hijo. Al verlo, el padre se repitió no sé cuántas veces eso de que “no hay quinto malo”; la frente de la criatura le recordó a su padre, los ojos a su madre, y no siguió haciendo consideraciones porque se sentía enternecer por segundos.
La madre fulminó con la mirada al sacerdote que celebró el bautizo, a los pocos días del nacimiento, cuando le sugirió que no fuera a la iglesia y se quedase en casa porque estaba todavía débil y le podían faltar las fuerzas para sostener a la criatura. Y ya no se enfadó más con Dios.
Ernesto Juliá Díaz, en religionconfidencial.com.