Lorenzo era uno de los siete diáconos de la Urbe, que se encargaban de ayudar al Sumo Pontífice en los asuntos más importantes. En concreto, su oficio era uno de los de mayor responsabilidad puesto que era el encargado de cuidar de los pobres.
San Ambrosio nos explica que el diácono Lorenzo, nacido probablemente en España, sufrió uno de los martirios más crueles, puesto que, en vez de ser decapitado, fue quemado vivo en una parrilla.
El gobernante de Roma lo llamó porque quería conseguir dinero y sabía que Lorenzo gestionaba los bienes de la Iglesia a favor de los necesitados.
—Me han dicho que los cristianos emplean cálices y patenas de oro en sus sacrificios –le dijo– y que en sus celebraciones tienen candeleros muy valiosos. Ve, recoge todos los tesoros de la Iglesia y tráelos, porque el emperador necesita dinero para costear una guerra que va a empezar.
El buen diácono pidió tres días para poder organizarse y reunir cuanto le fuera posible. Cumplido el tiempo se presentó delante de la autoridad afirmando:
—Ya tengo reunidos todos los tesoros de la Iglesia. Te aseguro que son más valiosos que los que posee el emperador.
El jerarca se frotaba las manos, pensando que iba a cubrirse de oro y plata, pero encontró algo bien distinto. Lorenzo había hecho llamar a todos los que ordinariamente ayudaba con las limosnas de los cristianos: pobres, lisiados, mendigos, huérfanos, viudas, ancianos, mutilados, ciegos y leprosos.
—Ellos son los tesoros más apreciados de la Iglesia de Cristo –dijo el santo en su defensa.
Entonces hay que preguntarse: ¿qué hago yo por los más pobres, por los que necesitan de mí una palabra de aliento o cualquier bien material?
Fulgencio Espá
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