Tras ser cuarta en los Juegos de Londres, un patrocinador de zapatillas dejó de invertir en ella. Demasiado vieja. Durante dos meses tras el cuarto puesto en Londres, Ruth también pensó que era el final. Iba a centrarse en su carrera política. Pero algo le quemaba por dentro y se corrigió a sí misma. Ha reescrito el final de su vida deportiva en letras de oro. A su altura.
La vida da a veces una segunda oportunidad. «Estar aquí es un regalo». Ruth Beitia, que llegó a dejar el atletismo en 2012, vuelve a estar frente al listón de la final olímpica del salto de altura. Mira la barra. Habla con ella. Desafía a ese objeto inerte. «El listón es mi amigo. ¡Vamos Ruth! Ajusta un poco el hombro. Tira la pierna...», se habla hacia dentro moviendo los labios. Extiende un brazo. Mueve los dedos como si tocara un piano. Sinfonía olímpica. Ese listón tiene con ella una cuenta pendiente desde los Juegos de Londres, cuando acabó cuarta a tres centímetros del podio. Es su segunda oportunidad. La última.
Salta: 1,88 metros. A la primera. Igual que el 1,93. «¡Guau!». Le ha tocado el turno inicial. Abre el camino. «Eso es un arma de doble filo. Si saltaba metía presión a las demás, pero si no...». Llega la frontera clave: los 1,97. Beitia, impecable, lo supera. Solo otras tres, Demireva, Vlasic y Lowe, la igualan, pero las tres han cometido fallos en los escalones anteriores. Ruth manda. Si hay empate final, el oro es suyo. Mira hacia la grada. Busca a Ramón Torralbo, su entrenador de siempre. Se han hecho mayores justos. Cruzan gestos y palabras. Llevan 26 años buscando la perfección de ese vuelo. «Hay que saltar dos metros», se conjura la atleta cántabra. Con esa altura fue cuarta en Londres 2012. Arma la figura. Toca el piano. Charla con la barra. Da nueve pasos y salta sobre su tobillo de goma. Pero falla. Gesto de rabia. Y falla a la segunda: «No me ha faltado nada», se lamenta. Y falla a la tercera. «Me veía para hacer una gran mara, pero...». Ya no le quedan más balas. Va primera, pero tiene que esperar. Como en Londres. Agrio recuerdo.
Si nadie supera el listón que flota a dos metros, será campeona olímpica. Pura tensión. Suspira. Corre por la pista Demireva, la búlgara. Brinca. No. Una menos. «Ya era bronce como poco. Mi sueño, el podio olímpico», cuenta. Alivio. Sueña despierta. Le toca a la croata Vlasic, con la que no se habla. Vlasic cojea. Tiene un tobillo machacado. Entre salto y salto se sienta con la espalda en el muro y llora. Lo sabe. Lo teme. No está bien y tampoco puede con la barra. «¡Plata!». Y llega la que más teme, la estadounidense Chaunte Lowe. Piensa en Londres. Allí perdió la medalla en el último momento. Esta vez le puede pasar con el oro.
La americana, un muelle, tumba la barra. Y Ruth Beitia, cántabra, 37 años, se vuelve loca. Es la primera campeona olímpica del atletismo español -solo María Vasco, bronce en los 20 kilómetros marcha en Sidney 200 tenía otra medalla-. Es el sueño de 26 años dedicada a dialogar con ese listón que tanto tiempo ha tardado en darle el título que merecía. Tenía trece grandes campeonatos, mundiales y europeos, pero ningún metal olímpico. Ahora ya está a la altura del oro. Historia del deporte español. Un salto enorme.
De inmediato se gira hacia la grada donde está Ramón Torraldo. No la para ni el foso. Pide ayuda a un fotógrafo, a Rafa Gómez, para que le ayude a subir hasta donde le gritan los suyos. Es alta, 1,92 metros.«¡Síiiiiiiiiiiii! ¡Oro!». Se estira para repartir besos y abrazos. Los había dejado pendientes en 2012, cuando se retiró del atletismo sin acabar su obra.
Hace cuatro años, en Londres, acarició el bronce. Entonces también quedaban solo cuatro finalistas, las rusas Chicherova y Shkolina, la estadounidense Barrett y ella. Todas habían superado los dos metros. Las rusas volaron sobre 2.03. Si la americana fallaba, el empate le daba el bronce a Beitia. Pero Barrett saltó 2.03 a la segunda. Ruth no, y acabó cuarta, a tres centímetros del podio. Tenía 32 años y llevaba volando desde los once. Ya bastaba. Se retiró. El adiós duró dos meses. Había un asunto que resolver todavía. Regresó a su pista en Santander. ¿Por qué no un salto más? El de esta pasada madrugada. De oro.
Ruth Beitia no tenía que haber estado ahí. Viene de jubilarse en 2012 y tiene un oficio, el de saltadora, que ella no eligió. El atletismo es genético en su casa. Sus padres eran jueces en las competiciones. Así que hizo lo que veía de niña: correr. Llegó a ser campeona de Cantabria de cross. Piernas largas. Uno de sus hermanos era saltador de altura: se le daba bien, medía 1,90 y fue campeón de España juvenil.Le entrenaba Ramón Torralbo. Así se cruzó el técnico con Ruth, la hermana más pequeña y la que creció más: 1,92. Fue entonces cuando el cubano Javier Sotomayor, récord mundial de altura, paso por Santander. Vio a Ruth, que aún se empeñaba en ser fondista y le adivinó el futuro: «Tú serás saltadora». Acertó. «El salto me eligió a mí», agradece la atleta cántabra.
«Sueño cada noche con estar en el podio», dijo Beitia antes de venir a sus cuartos y, esta vez sí, últimos Juegos. Soñar se le da bien. Hace un año, en una noche de duermevela pensando en su campaña electoral como candidata a parlamentaria del PP en Cantabria, tuvo un chispazo. ¿Por qué no cambiar la carrera hasta el listón? Lo hizo. Las cosas le iban bien, mejor que nunca, desde que había regresado de su breve jubilación (ha encadenado tres títulos de Europa y ha ganado la Diamong League), pero quería probar algo más. Y decidió variar la aproximación a la barra: dejó de salir lanzada y dar siete pasos. Regresó al origen: partir sin carrera y con nueve pasos. Probó. Bien. Así mejoró el control de su batida.
El sueño funcionaba. Tras ser cuarta en los Juegos de Londres, un patrocinador de zapatillas dejó de invertir en ella. Demasiado vieja. Durante dos meses tras el cuarto puesto en Londres, Ruth también pensó que era el final. Iba a centrarse en su carrera política. Pero algo le quemaba por dentro y se corrigió a sí misma. Ha reescrito el final de su vida deportiva en letras de oro. A su altura.
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