Escribe Tolstoi en Guerra y Paz cómo, antes de la decisiva batalla de Borodinó, tras largas deliberaciones sin llegar a un acuerdo por parte de los generales rusos, el mariscal Kutúzov, comandante en jefe del ejército ruso, dando un puñetazo en la mesa, les dijo a sus generales: «Ninguna persona puede decidir la suerte de la batalla.
Lo hace aquella fuerza imperceptible que se llama el espíritu de los soldados». El viejo mariscal ruso supo enardecer ese espíritu y encauzarlo hacia la batalla, de manera que aquella contienda supuso el comienzo del fin del ejército de Napoleón en Rusia.
Ese espíritu es el que tenemos que pedirle a Dios tener nosotros, no para luchas bélicas, sino para el combate de nuestra vida cristiana y del apostolado. El espíritu que llevó a los mártires a permanecer fieles en la persecución hasta la entrega de su vida. Porque esa fidelidad, ese empeño por no separarse de Jesús y del evangelio, no llega como consecuencia de un razonamiento brillante o de una concatenación de circunstancias favorables, sino que nace de un corazón inflamado en el amor de Dios.
Nace de un espíritu lleno de vitalidad que no cede al desánimo ni se arredra ante las dificultades. La suerte de tu combate por vivir como Jesús te propone en el evangelio y por comunicar esta vida a otros no la decidirá cómo está la sociedad en que vives. La suerte de esa lucha dependerá del espíritu con que la afrontes. ¡Ojalá el Señor te conceda aunque sea un tercio del que tuvieron los mártires coreanos! Pídeselo con insistencia.
Antonio Fernández
Con El, septiembre 2017
Con El, septiembre 2017
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