En un pueblo de La Mancha a veces se podía ver a dos señoras mayores rezar juntas el rosario y visitar el cementerio. Algo que no tendría nada de extraordinario si no fuera porque una era la madre del que asesinó al hijo de la otra en plena guerra civil. El crimen del muchacho fue ser monaguillo, de los mayores, pues tenía 15 años, y negarse a profanar la eucaristía, a la que había servido con tanto amor desde hacía años.
Al acabar la contienda el asesino del chico fue condenado a muerte, y la sin razón de la guerra había dejado dos viudas con sus hijos en el cementerio y la semilla del odio, muy dentro del corazón de aquellas familias. Sin embargo algo extraordinario sucedió. Después de tiempo sin hablarse, ni saludarse, ni tan siquiera intercambiar una mirada que no fuera de odio, la madre del monaguillo se decidió un día a dirigirse a la otra madre para rezar juntas por sus hijos. ¿Quién podía imaginar que la historia de aquellas dos mujeres terminaría de esta manera?
El perdón y la fuerza de la reconciliación son capaces de hacer de nuevo las cosas, incluso cuando estas han sido hechas cenizas por el pecado y el odio. Hay una fuerza divina en el perdón que sobrecoge y que remite al Creador. ¿Quién puede perdonar de verdad, de corazón, agravios como el sufrido por aquella madre? La respuesta quizá solo es posible encontrarla mirando a Dios. Por eso, cuando Pedro pregunta a Jesús en el evangelio por el perdón, y por las veces que hemos de ofrecerlo, el Señor responde con una de sus parábolas, es decir, dirigiendo nuestra atención al cielo, a Dios. Solo ahí podemos contemplar y aprender el perdón en toda su hondura y grandeza. Ahí fue donde lo aprendieron aquellas mujeres de las que te hablaba hace un momento. Allí debes tú ir a buscarlo cuando te das cuenta de que te cuesta perdonar a tu hermano.
Con El
17 de Septiembre de 2017
17 de Septiembre de 2017
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