Un mantra de la generación de los sesenta era que todo debía ser gratis. Pero en las reediciones del festival de Woodstock décadas después, los hippies ya vendían como buhoneros el agua a US$5 la botella. El “amor libre”, sin embargo, era todavía alentado al ritmo en que el Nuevo Establecimiento se aferraba a su autoestima revolucionaria, mediante la promoción del sexo por el sexo como puro placer sin consecuencias.
Hoy, ese dogma está siendo confrontado por una nueva contracultura —de mujeres castas— que está derribando las puertas para protestar porque el sexo de los buhoneros, como su agua, tiene en realidad un precio muy alto.
Pueden contarme entre esas hijas insatisfechas de la revolución sexual. Nací en 1968, como millones de otras niñas, en un mundo que alentaba a las mujeres a explorar su sexualidad. Se nos presentaba casi como un acto feminista. Incluso, la llamativa pregunta que sirvió de fundamento filosófico de la novela y programa de televisión Sex and the City —¿Puede una mujer tener sexo como un hombre?— no es más que una versión moderna de la misma pregunta que en 1962 hizo Helen Gurley Brown en Sex and the Single Girl.
Era el amanecer de la revolución sexual, cuando los bolsos de las mujeres comenzaron a cargar píldoras anticonceptivas al lado del Revlon Fire y el Ice Lipstick. Brown, quien sería después editora de Cosmopolitan, se preguntaba entonces si la mujer podía tener sexo libre sin consecuencias emocionales, y se contestaba que sí porque “igual que el hombre, es una criatura sexual”.
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