En el mes de junio del año 2001, nos cuenta el cardenal Angelo Comastri, tuve un encuentro inolvidable. Eran las diez de la noche: habíamos terminado la oración de la tarde en la plaza del santuario de Loreto.
Me acerqué a una cuna, pero no vi a un niño sino a una mujer adulta de tan solo 58 centímetros con un rostro espléndidamente sonriente. Tendí la mano para saludarla, pero la enferma respondió con elegancia: Padre, no puedo darle la mano, porque podría fracturarme los dedos: sufro de osteogénesis imperfecta y mis huesos son fragilísimos. Le pido perdón. No había nada que excusar.
Estaba fascinado por la serenidad y la dulzura de la enferma y quería saber alguna cosa de su vida. Ella le indicó que en la bolsa de la cuna había un pequeño diario que era su diario. Ahí tendría información. El título era feliz de vivir.
¿Cómo puedes ser feliz de vivir?, ¿puede anticiparme algo de lo que ha escrito? Padre –contestó–, usted ve mis condiciones… pero la cosa más triste es mi historia. Podría titularla así: abandono. Sin embargo, soy feliz porque he entendido cuál es mi vocación.
Yo, por un designio de amor del Señor, existo para gritar a aquellos que tienen salud que no tienen el derecho de tenerla para ellos, sino que la deben dar a aquellos que no la tienen, de otro modo la salud se transforma en egoísmo y no dará la felicidad.
Yo existo para gritar a aquellos que se aburren: «Las horas en las que os aburrís… faltan a alguno que tiene necesidad de afecto, de cuidado, de premura, de compañía; si no regaláis estas horas, se marchitarán y no os darán la felicidad».
Yo existo para gritar a aquellos que viven de noche y corren de una discoteca a la otra: «esas noches, sabedlo, faltan, dramáticamente faltan a tantos enfermos, a tantos ancianos, a tantas personas solas que esperan una mano que enjugue una lágrima: esas lágrimas que también os faltan a vosotros, porque son la semilla de la alegría verdadera. Regalad las noches que ahora gastáis inútilmente, de otro modo serán la tumba de vuestra felicidad».
Yo miraba a la enferma, que hablaba desde su púlpito auténtico: el púlpito del dolor.
Padre, ¿no es bella mi vocación?
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