Un día le pregunté, de repente: «¿Tiene miedo de morir?». Estaba en Roma desde hacía algunos días. La había visto un par de veces y había ido a saludarla porque volvía a Milán. Ella me miró como si quisiera entender la razón de mi pregunta. Creí que había hecho mal en hablar de la muerte e intenté corregir el tiro[1].
Una particular intimidad unía al periodista con la Madre Teresa de Calcuta. Por eso se había sentido con fuerzas para preguntarle, a bocajarro y sin mediar palabra, si tenía miedo a morir. La conversación parecía que tomaba otro camino cuando, un ratito después, la pequeña religiosa le preguntó:
«¿Dónde vive?». «En Milán», respondí. «¿Cuándo vuelve a casa?». «Espero que esta misma noche. Quisiera tomar el último avión, así mañana, que es sábado, puedo estar en familia».
La Madre Teresa aprovechó esta respuesta para explicarle su parecer con respecto a la muerte: «Ah, veo que usted es feliz de volver a casa, con su familia», dijo ella sonriendo. «Llevo fuera casi una semana», respondí para justificar mi entusiasmo. «Bien, bien», añadió. «Es lógico que usted esté contento. Va a encontrar a su mujer, a sus niños, a sus seres queridos, su casa. Es justo que sea así».
Permaneció aún unos momentos en silencio, y después, volviendo a la pregunta que le había hecho, prosiguió:
«Yo estaría contenta como usted si pudiese decir que me muero esta noche. Muriendo me iría a casa yo también. Iría al paraíso. Iría a ver a Jesús. Yo he consagrado mi vida a Jesús. Convirtiéndome en monja, me he convertido en la esposa de Jesús. Todo lo que hago aquí, en la tierra, lo hago por amor a él. Por tanto, al morir, volvería a casa. Donde mi esposo. Además, allí, en el paraíso, encontraría también a todos mis seres queridos. Miles de personas han muerto entre mis brazos.
Son ya más de cuarenta años que dedico mi vida a los enfermos y a los moribundos. Yo y mis hermanas hemos recogido por las calles, sobre todo en la India, miles y miles de personas agonizantes. Las hemos llevado a nuestras casas y las hemos ayudado a morir serenas. Muchas de esas personas han expirado entre mis brazos, mientras yo les sonreía y acariciaba sus rostros temblorosos.
Por eso, cuando muera, encontraré a todas estas personas. Están allí y me esperan. Nos quisimos en esos momentos difíciles. Hemos seguido queriéndonos en el recuerdo. Quién sabe qué fiesta me harán al verme. ¿Cómo puedo tener miedo a la muerte? Yo la deseo, la espero porque me permitirá finalmente volver a casa».
Si este era el júbilo de la santa por encontrarse con Cristo en el cielo, ¿cómo no habrá sido la alegría de la Madre de Dios, la Virgen María, cuando fue llevada en cuerpo y alma a lo más alto y se encontró gozosamente con su Hijo en la gloria y que hoy celebramos coronada como reina de toda la creación?
Felicítala en su fiesta; y llénate de su alegría… y ten deseos tú también de ver, un día (tu día), a Jesús en su gloria.
Fulgencio Espá
[1] http://www.zenit.org/article-36270?l=spanish.
[1] http://www.zenit.org/article-36270?l=spanish.
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