lunes, 21 de octubre de 2013

Carpe diem

   
   Todo era demasiado rígido y frío cuando una brisa cálida llegó a la escuela. Había un nuevo maestro, el profesor Kitting. La película quizá ya la conozcas. Kitting es consciente de tener delante a un grupo grande de muchachos llenos de vida. Dieciséis años, todo futuro, grandes proyectos aplanados por la visión bidimensional de una escuela anquilosada. El club de los poetas muertos.

   El nuevo docente conduce a todos los alumnos fuera del aula. Estupor generalizado. ¿Dónde nos lleva? Jamás ha pasado nada semejante. En la zona noble del colegio, donde se reciben a las familias cuando hay visitas o se realizan las entrevistas de padres, fotos de antiguos alumnos (algunas muy antiguas, de hace más de 100 años) cuelgan de las paredes. Kitting enardece los corazones jóvenes que escuchan con atención su discurso. 

   Un tema: ellos fueron jóvenes como vosotros... y están muertos; están criando malvas. Sí: están bajo tierra y bajo tierra gritan, como en susurros, al oído de cada alumno, que vivan el momento, que aprovechen... ¡carpe diem! Porque tanta fuerza y tanta vida no pueden quedar sofocadas por la pereza, por el temor a luchar.


Este planteamiento de vivir la vida se puede entender de dos maneras: aprovechar el momento para vivir el gozo inmediato con la mayor intensidad posible o bien vivir movidos por el deseo de disfrutar cada instante y emplearlo en servir y estar alegre; para entregarnos.

El protagonista de la parábola de hoy opta por la primera y decide vivir la vida perezosamente; darse a los placeres y al descanso y buscar únicamente el bienestar corporal: túmbate, come, bebe y date buena vida. Jesús advierte contra este planteamiento: ¿y si hoy te piden la vida?

Hay otro modo mucho mejor de aprovechar el momento a tope: entender que en toda situación y circunstancia se puede sacar lo mejor. Ser máximamente optimistas. Vivir cada minuto con intensidad y alegría. «Quizá la razón principal por la que vale la pena ser optimista», decía un experto psicólogo, «sea sentirse mejor». «Independientemente de cuánto vivamos o de lo que hagamos con nuestra vida mientras estamos aquí, la disfrutamos más si mantenemos una ilusión con firmeza, como la de la isla desierta; un lugar hacia el que nadar. Pasaremos más tiempo sintiéndonos motivados y felices, y disminuirán los momentos de depresión, ansiedad o disgusto. Dado que podemos decantarnos por ver la vida a través del cristal rosa de la esperanza más que a través de las oscuras gafas de la tristeza, la rabia o la preocupación, ¿no sería mucho mejor suponer que vamos a encontrar un punto de apoyo en medio del caos?». Y concluye: «aunque el optimismo sea fruto de una ilusión, es una atractiva distorsión de la realidad»[1].

El fundamento de nuestra ilusión no es en ningún caso imaginario: nace del convencimiento espiritual muy real de que Dios es nuestro Padre. Él gobierna todas las cosas y es bueno. Ser y estar alegre es o debe ser una consecuencia práctica de nuestra fe sobrenatural.

No es táctica: es sencillamente verdadero. Ser positivo no es una ilusión o una farsa. Nace de la convicción natural del cuidado que Dios toma de cada uno de nosotros. Aunque las circunstancias de nuestra vida puedan ser difíciles o penosas, dolorosas y de ruptura, debemos renovar la confianza en Dios que lo puede todo y convencernos de que estamos justamente donde debemos estar y, con empeño y fe, todo mejorará. No te veas nunca solo en el sufrimiento; no dejes de compartir con Dios tus alegrías. Forma parte de la audacia de ser cristiano saber que el Señor camina siempre (y muy cerca) con nosotros.

Hay un enemigo a ese abandono confiado en las manos de Dios: la codicia. Jesús lo advierte en la primera parte del evangelio de hoy. Quien pone su confianza en las cosas difícilmente sabrá confiar en el Amor, con mayúscula, pero tampoco en los amores maravillosos que llenan de ilusión nuestra vida. Las cosas crean dependencia: y se puede llegar a lamentar más la pérdida de un móvil... que la de un familiar.

Una estadística de muchachos entre 18 y 35 años realizada en un país occidental anunciaba que el 70% no deseaba tener hijos... otra prueba más de que, cuando las almas se apegan a las cosas, se olvidan del amor y acaban por interpretar la vida –primero la ajena, luego incluso la propia– como una molestia.

La codicia es el deseo inmoderado de tener más y más; y es un duro enemigo de la espiral de optimismo que deseamos generar en nuestras vidas. Espiral porque es difícil, al principio, ver el aspecto positivo de las cosas pero, cuando se toma carrerilla, llega a ser incluso sencillo. Es como mover un carro de la compra lleno de botellas de Coca-Cola; al principio cuesta, pero luego se coge carrerilla y la inercia hace que puedas hasta atravesar, si quisieras, el panel de los cereales. Se puede correr mucho y muy seguro cuando uno ve, con la ayuda de Dios, lo positivo de las cosas.
Piensa que el espíritu negativo generado por la codicia tiene mucho que ver con la inseguridad. Unos buscan seguridades en sus amistades, otros en sus amores, y no pocos en sus cosas: aferrarse a bienes materiales. 

Los niños en esto son transparentes: unos tratan de satisfacer su debilidad teniendo la última consola o el mejor juguete. En cambio, los infantes que viven seguros en el seno familiar y convencidos del amor de sus padres necesitan de ordinario muchas menos cosas. Lo material les importa muy relativamente: tienen el amor de sus padres y hermanos. Les da igual tener o no tener.

El codicioso disfruta de la euforia de laboratorio que consiste en poseer cada poco tiempo una cosa nueva, pero eso es muy distinto de la auténtica libertad que da el desprendimiento. Por eso, no es extraño que la embriaguez fruto del tener se traduzca pronto en el desasosiego de la insatisfacción.
Por eso, ten presente el consejo del Señor: «Mirad, guardaos de toda clase de codicia». Y medita ahora en silencio lo que dice a continuación: «Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».

Fulgencio Espá, Con Él, octubre 2013
EVANGELIO

San Lucas 12, 13-21

En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia. Él le contestó: Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros? Y dijo a la gente: Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes. Y les propuso una parábola: Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: ¿Qué haré? No tengo dónde almacenar la cosecha. Y se dijo: Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: «Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años: túmbate, come, bebe y date buena vida». Pero Dios le dijo: «Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?». Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.
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[1] S. C. Vaughan, La psicología del optimismo (Barcelona 2004), 23.

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