lunes, 7 de octubre de 2013

La batalla de Lepanto

Era el 7 de octubre de 1571 cuando se produjo el sangriento enfrentamiento en el golfo de Lepanto situado entre el Peloponeso y Epiro, actualmente en Grecia.

Se enfrentaban dos armadas poderosas: el imperio otomano contra la coalición cristiana, llamada Liga Santa, compuesta por el Reino de España, los Estados Pontificios, la República de Venecia, la Orden de Malta, la República de Génova y el Ducado de Saboya.

La batalla fue tan memorable como sangrienta. Allí encontraron la muerte más de siete mil quinientos hombres de la armada cristiana, mientras que entre veinticinco y treinta mil soldados turcos hicieron de las aguas su tumba.


Es claro que tanto la técnica naval como la pericia en el arte de la guerra tuvo mucho que ver en la victoria de la liga santa. El triunfo fue determinante para frenar el empuje otomano y salvaguardar la fe en Occidente. Consciente de esta necesidad, el papa san Pío V había pedido a toda la cristiandad rezar el rosario implorando el éxito de la campaña. Así ocurrió y por esta razón celebramos, en una misma fecha, la victoria de Lepanto y Nuestra Señora del Rosario.

Por encima de estas campañas bélicas, el rosario es un arma de paz. Está compuesta por veinte misterios de un padrenuestro, diez avemarías y un gloria, y que se divide en grupos de cinco misterios (luminosos, gozosos, gloriosos y dolorosos). Esta repetición confiada y sosegada nos ayuda a librar la batalla que conduce a la concordia: con nosotros y con los demás.

Reza con constancia el rosario y podrás librar la guerra contra ese vicio o esa enemistad que tanto empaña tu conducta. Ten la seguridad de que la victoria, con la ayuda de María, llegará tarde o temprano.

Juan Pablo II afirmaba que no ha dejado pasar ocasión sin exhortar a rezar con frecuencia el rosario. Reconocía que «esta oración ha tenido un puesto importante en mi vida espiritual desde mis años jóvenes. Me lo ha recordado mucho mi reciente viaje a Polonia, especialmente la visita al Santuario de Kalwaria. El rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de tribulación. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo. 

Hace veinticuatro años, el 29 de octubre de 1978, dos semanas después de la elección a la Sede de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé así: “El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad. [...] (...). En efecto, con el trasfondo de las Avemarías pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de Jesucristo. El Rosario en su conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen en comunión vital con Jesús a través –podríamos decir– del Corazón de su Madre. Al mismo tiempo nuestro corazón puede incluir en estas decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón. De este modo la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana”»[1].

Por encima incluso del secular consejo de los Pontífices a rezar el rosario, está el mandato de la misma Madre de Dios a los pastorcitos de Fátima. Les exhorta a rezarlo a diario para la salvación de las almas y para combatir al pecado.

¿Necesitaremos más razones para incorporar ya por fin, de modo definitivo, el rezo del rosario a nuestro horario habitual?

[1] Juan Pablo II, Rosarium Virginis Mariae, n. 2.

Fulgencio Espá, Con Él, octubre 2013

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