martes, 8 de octubre de 2013

EL MOZO DE ESTACIÓN

   
   «No hace mucho, oí una historieta de esas, que procuré no olvidar para contarla en ocasiones como esta. Es una tontería: había un mozo de estación que iba golpeando las ruedas de los vagones con un martillo, como suele ocurrir a veces cuando el tren se para en algunas estaciones. Un pasajero, al verle, se asomó a la ventanilla y gritó: “¿Desde cuándo viene haciendo eso?”. “Desde hace veinte años, señor”. Contestó el mozo. “¿Y para qué lo hace?”, volvió a preguntar el viajero. “No tengo ni idea”»[1].

   Enredados en miles de cosas, alegra pensar que nadie nos pregunte la razón por la que obramos. ¿Sabrías responder? Por qué tanto deporte, por qué tanto trabajo, por qué tantos encargos, agobio, prisa... Por qué, por qué, por qué.


  Existe una respuesta. «Por supuesto, la primera vez que monté en un tren, pregunté a mi padre qué es lo que hacía el hombre del martillo golpeando las ruedas. Me dijo que lo hacía para asegurarse de que no había ninguna rota, pues cuando el metal se quiebra suena distinto»[2].

   La vida y sus quehaceres tienen un porqué, aún cuando a veces, por la rutina o el activismo, se nos olviden. Santa Marta trabaja mucho por servir, sabe que merece la pena que todo esté perfectamente preparado para su Cristo: la mesa, los cacharros, la casa convenientemente limpia, la conversación amable... pero su corazón se tuerce. Deja de contemplar a Jesús y comienza a mirar a su hermana María. Ya no le importa tanto Dios como los hombres. La intención deja de ser pura: empieza a resultarle relevante la imagen que Jesús tendrá de ella, qué dirán los que van con el Maestro, si se fijarán en ella o no. Se examina constantemente: ¿lo hago bien?, ¿lo estaré haciendo bien? Es dura en su juicio: todo le parece insuficiente, pero no tanto por amor a Jesús, sino por la aspereza de su autojuicio. Quiere dar lo mejor no para Dios, sino para sí misma.

   Nadie le preguntó a santa Marta por qué hacía todas esas cosas. Quizá, de haberlo hecho, no habría hecho aquel comentario lastimoso acerca de la pasividad de su hermana. Habría reflexionado y pensado que obraba todo eso por Dios, y que valía la pena seguir haciéndolo así, sin preocuparse por María.

   Ahora, tú y yo, que tantas veces nos fijamos en lo que los demás hacen o dejan de hacer, nos paramos. Silencio. Hacemos el esfuerzo de pacificar nuestra alma y preguntarnos, antes de juzgar a los demás, por qué vivo esta vida, cerca o lejos de Dios... ¿tiene sentido todo lo que hago o soy como un anciano mozo de estación que golpea las ruedas cada día sin saber por qué?

   Cuando la agitación llegó al corazón de Marta, dejó de comprender el sentido de las cosas y de buscar la rectitud, se fijó en los demás (comparándose) y comenzó a ver sus defectos mucho más grandes de lo que en realidad eran. Se había preocupado tanto del éxito de lo exterior que no percibía su creciente pobreza interior.

   La experiencia es perenne. Es habitual sentirse removido por muchas cosas: exceso de estudio o de trabajo, agobio por tanto quehacer, inquietudes que están en nuestra cabeza y nos acompañan a todos lados.

   La peor agitación –nos dice san Francisco de Sales– es la que nace de intentar vencer nuestros defectos y no encontrar solución, generando tristeza en el alma. Se trata de una virtud que nunca es conseguida (por ejemplo, la pureza) o un vicio que jamás es extirpado (por ejemplo, la maledicencia o la envidia, la crítica). Nos agitamos, porque luchamos y no podemos con ello y perdemos la paz. Esto no es una simple tentación, sino la fuente y causa por la cual vienen muchas tentaciones. «Por eso te hablo un poco de ella»[3].

   Piensa que, si buscas los medios para liberarte de tus males fijándote en el amor de Dios, encontrarás los medios para lograrlo. Y lo lograrás con paciencia, dulzura, humildad y serenidad, esperando la propia liberación en la bondad y la providencia de Dios más que en el propio esfuerzo, la propia capacidad o la propia diligencia. En el fondo, esta es la posición de María que, a los pies del Señor, sabía que recibiría todo de Él.

   Si, por el contrario, buscas por amor propio la liberación de ese mal que te tiene inquieto, te agitarás aún más y empezarás a buscar medios para solucionarlo, que dependen más de ti que de Dios. Entonces, irremediablemente, experimentarás un tremendo cansancio en la lucha: tremendo e inútil... como el de Marta.

Fulgencio Espá, Con Él, octubre 2013

EVANGELIO

San Lucas 10, 38-42

En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano. Pero el Señor le contestó: Marta, Marta: andas inquieta y nerviosa con tantas cosas: solo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán.
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[1] R. A. Knox, Retiro para gente joven (Madrid 1999), 11-12.
[2] Ibíd., 13.
[3] S. Francisco de Sales, Filotea. Introduzione alla vita devota (Milano 201015), 284-

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