Nos lo cuenta el sacerdote Leo Maasburg: «Me di cuenta de que había un vagabundo, un sin techo, sentado al otro lado del altar. Tenía heridas abiertas en las piernas. Me pareció que estaba algo bebido. Aquello me estaba incomodando un poco pero seguí allí detrás del altar con la esperanza de que se fuera pronto»[1]. Don Leo, después de celebrar la Misa, esta vez en Viena, salió de la sacristía para hacer la acción de gracias después de comulgar.
«Dije mis oraciones todo lo piadosamente que pude, aunque un tanto distraído. De pronto, el vagabundo empezó a hablar en voz alta. Al principio me asusté: pensé que se dirigía a mí». En realidad, con dificultad se veían: don Leo estaba arrodillado al otro lado del altar, mientras el sin techo comenzaba su perorata.
«Conforme iba escuchando, me di cuenta –con una conciencia cada vez más culpable– de que estaba rezando». ¿Y qué rezaba?
«¡Eh, Jesús! estoy aquí. ¡A que no te lo crees, eh! No sé si te he jorobado el día, tío, pero aquí estoy súper a gusto». Y continuó.
«Estuvo hablando así con Jesús no menos de cinco minutos, con un estilo muy personal y –pensé yo– muy bello. Probablemente ha sido la oración hecha con más naturalidad y más desde el corazón que he escuchado en mi vida. Está claro que no me había visto a mí detrás del altar. Pensó que estaba solo con su Jesús y que podía hablar con Él sin que nadie le molestara».
Quizá, para aprender a rezar, basta que te metas esto bien dentro: que pienses que estás a solas con tu Jesús y que puedes hablar con Él sin que nadie te moleste. —¿Cuándo? —Siempre. —¿Ahora? —Ahora.
Recordemos el ejemplo del Señor: «Estaba Jesús orando en cierto lugar». El Señor rezando, y sus discípulos mirándole. No sabemos si rezaba sentado al modo oriental, o bien tumbado, o más bien apoyado en un árbol. A lo mejor, como la Madre Teresa, se echaba las manos a la cara, tapándose el rostro, porque todo hombre que vea el rostro de Dios morirá, dice el Antiguo Testamento... y Cristo es verdadero hombre. En cualquier caso, independientemente de las formas exteriores, veía a Dios cara a cara, porque es verdadero Dios, y nos enseñaba de ese modo cómo le veremos en el cielo. Sus ojos brillarían como no han brillado jamás ojos de hombre alguno... como también lloraron lágrimas de sangre en el huerto, con una intensidad de amor que difícilmente seremos capaces de comprender.
Jesús termina de hablar con su Padre. Los apóstoles se acercan a Él y uno de ellos se atreve a pedirle: «Señor, enséñanos a orar». Ahí estamos tú y yo: ¡Sí! enséñanos a rezar. Porque no es fácil, porque cuesta, porque nos distraemos muchas veces. El propósito de orar cada día... ¡se hace tan costoso! ¿Por qué me parece tantas veces que estás tan lejos? ¿Por qué me distraigo con la primera cosa que viene a mi imaginación? Quiero rezar: todos los días, a la hora prevista, el tiempo pactado... porque sé que me esperas, y así te doy gusto. No quiero fallarte; tengo deseos de demostrarte que te quiero. Pero aún esto es obra tuya, ¡enséñame a orar!
«Me has escrito: “orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?”. —¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas! y hacimiento de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: ¡Tratarse!»[2].
Rezar es hacer un parón en el día, preferiblemente delante del Sagrario (mejor que en casa), y, como primer propósito, mirarlo. Mirar al Sagrario, consciente de que Dios está ahí: como el campesino de Ars que respondía a su párroco que en su oración no hacía sino mirar a Dios y ser mirado por Él. Esta ya es una oración muy elevada. Los enamorados no se cansan nunca de mirarse, ¿no lo has visto?
Trata de poner la ilusión que tendrías de ver a un amigo al que quieres y llevas tiempo –años– sin ver. Le contaré esto y lo otro, lo de más allá, combatiendo así el temor a que las semanas y los meses hayan hecho disminuir el amor que le tienes.
Habla. De alegrías y tristezas, éxitos y fracasos... ¡que Él te conozca porque tú le hablas de tus cosas! Y, sobre todo, escucha. Lee el evangelio y dile: ¿Qué me dices a mí, Señor, con estas palabras, con estos gestos tuyos? Y escucha. No te dejes engañar por la voz del enemigo, que te dice que lo que escuchas son ocurrencias de tu conciencia. Eso que oyes es la voz de Dios que te habla desde lo íntimo de tu conciencia.
[1] Leo Maasburg, La madre Teresa de Calcuta. Un retrato personal (Madrid 2012), 52-53.
[2] Camino, 91.
Fulgencio Espá, Con Él, octubre 2013
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