Supongamos –el ejemplo es de Daniel Goleman– que otro conductor se aproxima peligrosamente a nosotros en medio del intenso tráfico de la circulación urbana, y su maniobra nos obliga a dar un golpe de volante y un fuerte frenazo para lograr esquivarlo. ¿Cuál es nuestra reacción?
Es posible que nuestro primer pensamiento sea: «¡Este imbécil, casi choca conmigo. No sabe por dónde va!». Y quizá vaya seguido de otros pensamientos más duros y hostiles, que pueden transformarse en frases, gestos o incluso gritos. Y como resultado de ese pequeño incidente, sufrimos una fuerte descarga de adrenalina, una crispación y un mal humor que puede durarnos unos segundos, o unos minutos..., a no ser que se dispare nuestro mal genio y hagamos algo de consecuencias más serias y duraderas.
Comparemos ahora esa reacción con otra más serena, o con un poco de sentido del humor: «Vaya, parece que no me ha visto. Se ve que lleva prisa, parece que va a apagar un incendio.» Este estilo de reacción atempera nuestro primer pensamiento de cólera mediante la comprensión o el buen humor, y detiene la escalada del enfado.
—Pero el enfado no tiene por qué ser malo siempre.
Por supuesto. Se trata de alcanzar ese equilibrio que proponía Aristóteles cuando decía: Cualquiera puede enfadarse, eso es muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado adecuado, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, ya no resulta tan sencillo.
A veces convendrá exteriorizar nuestra indignación para remarcar una actitud de reprobación que consideramos conveniente mostrar, pero otras veces –quizá las más– el problema es que el enfado puede escapar a nuestro control. Como escribió Benjamin Franklin, siempre tendremos razones para estar enfadados, pero esas razones rara vez serán buenas.
—De todas formas, a veces será mejor descargar el enfado que quedárselo dentro.
A veces sí, pero es dudoso que esa terapia sea eficaz de modo general. No está nada claro que descargar el enfado tenga efectos liberadores.
Lo normal es que el hecho de dar rienda suelta a nuestro enfado, aunque al principio parezca proporcionar un cierto alivio o satisfacción, haga poco o nada por mitigar sus efectos. Es verdad que hay excepciones, y a veces resulta necesario expresar con rotundidad nuestra indignación, e incluso puede resultar sumamente pedagógico (por ejemplo, para restaurar la autoridad, o para mostrar la gravedad de una situación); sin embargo, dada la naturaleza altamente inflamable de la ira, eso es mucho más difícil de hacer que de decir: mantenerse dentro de los límites razonables de un enfado es algo que a pocas personas les resulta posible.
Las más de las veces –casi todas–, descargar el enfado nos lleva a decir y hacer cosas de las que –si somos sinceros con nosotros mismos– nos habremos arrepentido al poco tiempo. En los momentos de enfado se piensan, se dicen y se hacen cosas que producen heridas que a veces no tienen arreglo, o al menos tienen un arreglo difícil.
Alfonso Aguiló, Educar los sentimientos
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