«Mamá, es que no lo entiendes. La gente joven dice lo que piensa, sin hipocresías.»
Así defendía una joven adolescente la escasa educación y diplomacia de una amiga suya a la que había invitado a pasar unos días con ellos durante las vacaciones.
—Pero decías que era bueno decir las cosas claras, ¿no?
Por supuesto. Pero hay que encontrar también un sensato equilibrio entre la hipocresía y lo que podríamos llamar —mal llamado— exceso de sinceridad. Porque se puede ser cortés sin adular, sincero sin tosquedad, y fiel a los propios principios sin ofender torpemente a los demás.
Decir la verdad que no resulta conveniente revelar, o a quien no se debe, o en momento inadecuado, más que muestra de sinceridad suele ser carencia de sensatez.
Conviene añadir sensatez a nuestra sinceridad, y así evitaremos —como escribió H. Cavanna— la idiotez sincera, que no por sincera deja de ser idiota.
Echar fuera lo primero que a uno se le pasa por la cabeza, sin apenas pensarlo, o dejar escapar los impulsos y sentimientos más primarios indiscriminadamente, no puede considerarse un acto virtuoso de sinceridad. La sinceridad no es un simple desenfreno verbal.
Hay que decir lo que se piensa,
pero también
se debe pensar lo que se dice.
Alfonso Aguiló, Educar el carácter
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