Un verano me invitó un amigo a subir un tresmil en los Pirineos. La propuesta me pareció interesante, y también me lo pareció el verdadero motivo que le hizo pensar en mí como acompañante.
El asunto era que iba a hacer esa excursión con sus tíos, un matrimonio de unos cincuenta años; los dos eran no creyentes, y mi amigo quería que conviviesen durante un día con una persona con fe, tratando de que –aunque fuese de manera remota- aquella experiencia les acercase al mundo de los creyentes. Allí fuimos.
Me sorprendió desde el primer momento que esas dos personas eran muy gratas, alegres, buenas, con muchos detalles que evidenciaban una categoría humana poco común; se les veía felices. La excursión era larga y dura, pero resultó serlo más debido al error que tuvimos a mitad del trayecto, error que supuso un par de horas más de las previstas.
Cuando acometíamos la última etapa de la ascensión, la mujer empezó a ralentizar la marcha. Yo iba algo adelantado con su marido, y en una espera le comenté la buena forma física en la que se encontraba su mujer, ya que a su edad no era normal tener esa resistencia. Me dijo que había perdido mucho, que estaba en un momento muy bajo, no por problemas de salud, sino por sufrimientos de carácter moral; su hijo había tenido serios reveses afectivos, mezclado con otros económicos, a los que se sumaban otros profesionales...; cuando se solucionaban unos, surgían otros, y todo aquello había minado la moral de su mujer. Me contaba aquello con ciertos detalles, para concluir al final con una exclamación que le salió del alma y que transcribo a pesar de su marcada carga coloquial:
“¡Es que... la vida es una mierda!”
En seguida llegó su mujer con su sobrino y cambió de tercio, pero un tercio del tenor del mantenido hasta ese receso confidencial: buen humor, ánimo positivo y optimista.
Aunque el suceso no tiene nada de extraordinario, lo relato porque puede resultar elocuente: para quien la existencia no tiene más sentido que el de vivir lo que le toca, y hacerlo tratando de ser buena persona y de amar –que no es poco-, la vida puede acabar siendo un continuado esfuerzo por hacer de la necesidad virtud, y sacar con violencia un optimismo que no nace de la vida misma, de la verdad de lo que la vida es, del sentido que tiene, sino de un resignado ‘esto es lo que hay’, ‘a aguantarse y a tirar p’alante’: un esfuerzo que, antes o después, trae consigo un sentimiento de frustración, de desencanto como el presente en esa exclamación coloquial antes transcrita: “Es que la vida es una...”.
He señalado la falta de fe de esas personas intencionadamente, ya que ese modo de vivir la vida suele tener como telón de fondo la ausencia de algo trascendente en lo que poder encontrar el sentido. No queremos decir que la misma expresión no pueda salir de la boca de un creyente, pero así como en el caso de un creyente coherente con su pensamiento no pasaría de ser un desahogo circunstancial sin fundamento, en la boca de un no creyente sí podría expresar la sensación existencial en la que está instalado.
La primera ocasión en la que expuse este hecho acompañado de la reflexión que acabo de hacer, una universitaria de cuarto de medicina me interrumpió: ‘Estoy en completo desacuerdo’. Comprendo su reacción: es normal reaccionar así ante una descalificación de un sistema de vida. Pero ojo: me parece muy respetable la persona que elige vivir así. Lo único que estamos diciendo aquí es que es una postura muy limitada. La filosofía existencialista se ha dado cuenta: si no hay nada por encima del hombre, su vida -marcada por el dolor y abocada a la muerte- es trágica. La experiencia –en mayor o menor grado según las personas, y siempre con el paso del tiempo- lo confirma.
Jose Pedro Manglano, El sentido de la vida
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